Decir Singapur es decir multiculturalismo. Esta ciudad-estado del Sudeste Asiático es el mejor ejemplo de convivencia entre culturas, de mezcla entre lo tradicional y lo moderno, entre Oriente y Occidente, entre la cocina china, la europea y la malaya, entre budismo, islamismo, cristianismo e hinduismo. Precisamente esa amalgama, esa mixtura, es lo que convierte a Singapur en un país único, un inmenso jardín tropical sobre el que se alza un bosque de rascacielos, entre los que destacan algunos de los más futuristas del mundo.
Viajé por primera vez a Singapur, que significa Ciudad del León, hace más de tres décadas y aún recuerdo el impacto que me produjo su orden y su extremada limpieza. Acostumbrada al bullicio y la suciedad de los mercadillos asiáticos, fue un auténtico choque encontrarme en un lugar donde casi se podía comer en el suelo. De ahí que muchos europeos lo llamen la Suiza asiática.
Unida al continente por dos puentes que conectan con Malasia, Singapur es la mayor de las 64 islas e islotes de un pequeño archipiélago que, en los últimos años, ha logrado aumentar su extensión a base de ganarle terreno al mar. Su expansión ha sido tan notoria que ha desatado el malestar de sus vecinos Malasia e Indonesia, que han prohibido venderle más arena. El Gobierno, sin embargo, no ha cejado en su empeño constructor, que considera básico para el crecimiento económico de una nación con una de las rentas per cápita más altas del mundo