Una isla color verde esmeralda, salpicada de templos y valles
Pocas islas condensan espiritualidad y hedonismo como Bali, santuario hindú dentro del archipiélago indonesio, el país musulmán más poblado del orbe. Sea por sus playas ornadas con pagodas o por la sutil sofisticación de su danza, Bali lleva más de un siglo atrayendo a los viajeros.
El frenesí de Kuta suele ser el punto de inicio de un itinerario que, partiendo de las playas del vértice sur de la isla, se adentra en el interior hacia Ubud, epicentro cultural de Bali, para explorar sus terrazas de arroz y teatros de marionetas, y pone rumbo hacia las playas del norte antes de concluir en los magistrales templos de Besakih y el venerado volcán Agung.
Una vez en el aeropuerto de Denpasar, nada impide al visitante moverse ágilmente por toda la isla, que con 145 kilómetros de longitud es más grande que Cantabria. La pista se encuentra muy próxima a Kuta, playa donde en 1936 los norteamericanos Bob y Luise Koke acondicionaron bungalows para los primeros viajeros que arribaban en transatlántico.
Hoy, Kuta es meca del turismo joven, y sus laberínticas callejuelas son un caleidoscopio de cafés, hostales y bares que ofrecen desayunos de tocino y huevo a legiones de mochileros australianos, entre tiendas de artesanía. Aunque sobreexplotada, la interminable playa es el lugar ideal para una sesión de masajes o para una primera lección de surf. Quienes tienen mayor aprecio por la tranquilidad y el estilo, pueden hallar refugio en los vecinos barrios de Legian y Seminyak, concebidos para un perfil de viajero más contemplativo.
El sublime templo de Tanah Lot se encuentra una hora hacia el norte por la costa occidental. Encumbrado en un peñón vapuleado por las olas, los peregrinos han accedido a él durante siglos aprovechando la marea baja. Fue erigido en el siglo XVI por Nirartha, el místico que introdujo los aspectos más complejos de la religión balinesa y responsable de los templos marítimos que, cada uno a vista del siguiente, forman una cadena en la costa suroccidental de la isla.
Estas pagodas recortadas por el atardecer son, en realidad, un tributo para apaciguar a las bestias del inframundo que, según la cosmogonía local, habitan los océanos. Los balineses, de hecho, se acercan a las costas con cautela solo para procurarse ingresos del turismo, y han hecho del interior su morada predilecta. Es sensato visitar Tanah Lot de mañana para escapar de la afluencia de turistas en busca de la foto de rigor con el templo bajo la luz crepuscular.
Quienes se aventuren por la costa oeste encontrarán playas vírgenes punteadas por más templos, pero rastrear la vibrante tradición artística balinesa exige retomar el rumbo norte hacia Ubud, epicentro cultural de la isla. Esta difusa localidad rodeada de colinas y terrazas de arroz es el sitio más auténtico donde apreciar las exquisitas actuaciones de teatro, marionetas y danza balinesa.
Fue el avance del islam sobre el resto del archipiélago y en especial sobre la vecina Java lo que desencadenó un éxodo de músicos, bailarines y actores de la corte de la dinastía hindú Mahapajit hacia Bali. Allí, produjeron un resurgimiento exponencial de las artes. Los destellos de ese legado reverberan aún hoy en los delicados movimientos de las bailarinas de legong, danza orgánica y sinuosa que celebra la quintaesencia de la feminidad al son del gamelán, un ensamble musical de gongs, flautas de bambú y xilófonos. No menos emblemáticos son los teatros de sombras proyectadas por marionetas, conocidos como wayang kulit.
La confianza con que la esencia de Bali se exhibe en Ubud le debe mucho a la afluencia de artistas occidentales, como el pintor alemán Walter Spies, que en los años 30 del pasado siglo hizo de la isla su atelier y dio a conocer al mundo el arte balinés contemporáneo, el cual por otra parte ayudó a estructurar. Eso explica la miríada de galerías de arte que salpican el verde entramado del pueblo.