Tahití, Bora Bora, Tahaa y Moorea son nombres con una capacidad de evocación incomparable y solo hace falta pronunciarlos para imaginar las maravillas de los Mares del Sur. A menudo se dice, con razón, que se debe llegar a las islas por mar para saborear la aproximación, pero el avión ofrece el regalo de contemplar sus espectaculares paisajes –escarpadas montañas cubiertas de selva, barreras de coral que encierran aguas de color turquesa– como si de una pintura se tratase. Al aterrizar o al desembarcar, una flor y una sonrisa reciben siempre al viajero, acompañadas del musical idioma de los polinesios: iaorana y maeva, hola y bienvenidos, palabras mil veces repetidas.
Tahití, la más grande, está casi dividida en dos por un itsmo que separa Tahití Nui (la Gran Tahití) de Taihití Iti (la Pequeña Tahití). Papeete, la capital, se halla en el extremo noroeste. Con sus casi 130.000 habitantes, es la gran ciudad de la Polinesia, bulliciosa, abarrotada y con un tráfico considerable pero, a la vez, acogedora, acariciada por el alisio y perfumada por el aroma de coco que emana de la cercana fábrica de aceite de esta fruta.
Su corazón es el Mercado Municipal, un gran edificio que guarda las maravillas del paraíso en forma de flores, frutas, verduras, pescados y artesanía. El mercado abre a las cuatro de la madrugada para aprovechar las horas frescas. Es el momento para deambular libremente entre los puestos, comprar un coco verde para saborear su dulce agua o sentarse a comer en alguno de los pequeños locales o puestos que ofrecen la deliciosa comida local. El día de más actividad es el domingo al amanecer, cuando la gente de la isla hace las compras y pasea.
A pocos kilómetros de Papeete se encuentra el Museo de Tahití y sus Islas, en el que se exhiben objetos de artesanía y uso cotidiano antes de la llegada de los europeos. Hay algunas embarcaciones como las que usaron los polinesios para colonizar cada una de las islas de este inmenso océano, llevando a cabo una epopeya sorprendente si tenemos en cuenta que desconocían el uso de los metales y la cerámica. Las vitrinas rebosan de anzuelos de nácar o hueso, nasas de pesca de fibra vegetal, herramientas de coral y adornos de conchas.
Desde Papeete la larga carretera costera alcanza la bahía de Tautira, que era el fondeadero preferido del escritor y navegante Robert Louis Stevenson (1850-1894), afincado en Samoa y conocido como Tusitala, el contador de historias. Ante las pendientes tapizadas de selva que acaban en playas negras, uno siente la atmósfera de la genuina Polinesia, la misma que vivió el escritor.
Tahití está cuajada de sitios ligados a visitantes famosos. Los navegantes Louis Antoine de Bougainville y James Cook pisaron las islas en el siglo XVIII, Herman Melville, creador de Moby Dick, llegó a bordo de un ballenero hacia 1842, y Paul Gauguin halló allí su inspiración en 1891. James Norman Hall, uno de los dos autores de El motín de la Bounty (1932) se casó con una polinesia y su casa cerca de Papeete es ahora un museo.
Bora Bora, a 50 minutos de vuelo desde Tahití, es de una belleza tan espectacular que parece producto de la imaginación de una mente exagerada. Es el modelo perfecto de isla polinesia, con su montaña volcánica tapizada de selva de la que sobresale el puntiagudo pico de Otemanu, de más de 700 metros de altitud. Toda ella está rodeada por una barrera coralina recubierta en parte por islotes bajos y arenosos (motus) que encierran un gran lagoon (laguna), cuyas aguas viran del azul cobalto al turquesa más claro. De hecho, la mayor atracción de Bora Bora son las aguas de ese lagoon interior, en el que es posible nadar rodeado de grandes mantas marinas o hacer submarinismo en sus arrecifes de coral.
Cerca se sitúa Tahaa, encerrada en el mismo anillo de arrecifes que su vecina y sagrada Raiatea, cuna de la civilización polinésica.
Es una isla pequeña, con menos de 5.000 habitantes y su nombre está asociado a la vainilla, ya que el 80% de toda la producción de la Polinesia se concentra en ella. La isla está cubierta por una densa selva tropical y en sus profundas bahías uno puede contemplar todas las tonalidades del verde reflejadas en al agua. Al atardecer, la luz rasante del sol se refleja en la cubierta vegetal y le da al agua un verde brillante, efímero y bellísimo, festoneado por flores amarillas de hibisco que flotan en la superficie.
Antes de abandonar Tahaa es aconsejable alquilar un vehículo con conductor para visitar alguna plantación de vainilla en la que observar la delicada polinización manual de las flores. Además, los guías muestran los usos que tradicionalmente se daba a hojas y frutos, con los que se cocinaba y se elaboraban recipientes ante la falta de barro cocido y cerámica.
De regreso a Tahití, se impone una escapada a la bella isla de Moorea, accesible en transbordador desde Papeete. Es otra isla rodeada por una laguna de aguas calmas encerradas en un anillo de coral, con montañas cubiertas de selva que terminan en desnudos picachos basálticos, negras columnas que emergen del verde de los cocoteros y las plantaciones de piña. Tiene dos profundas bahías, Opunohu y Paopao, esta última también conocida como bahía Cook en honor al navegante y explorador inglés. Entre ambas se erige el alto de Rotui (900 m), el monte más alto de la isla pero no el más legendario, calificativo que corresponde al Mouaputa (830 m), que fue traspasado por la lanza del guerrero Pai en su lucha contra el dios Hito.