Angkor surgió de la unificación de un conjunto de pequeños feudos. Tras ascender a cotas sublimes de esplendor y poder, la Ciudad Sagrada pudo precipitar su propia caída.
Desde el aire, el templo casi milenario aparece y desaparece como una alucinación. Al principio no es más que una mancha ocre en el dosel de la selva del norte de Camboya. Allá abajo se extiende la ciudad perdida de Angkor, hoy en ruinas y poblada mayoritariamente por campesinos dedicados al cultivo del arroz.
Pequeños caseríos jemeres, con las casas edificadas sobre delgados pilotes en previsión de las inundaciones del monzón veraniego, jalonan el paisaje desde el Tonle Sap, el «gran lago» del Sudeste Asiático, situado unos 30 kilómetros al sur, hasta los montes Kulen, una sierra que domina la llanura de inundación más o menos a la misma distancia al norte. Después, mientras Donald Cooney pilota el ultraligero sobre las copas de los árboles, el magnífico templo se hace visible entre la vegetación.
Restaurado en los años cuarenta, el Banteay Samre, del siglo XII, consagrado al dios hindú Vishnú, evoca el esplendor del Imperio jemer medieval. Rodean el templo dos muros concéntricos cuadrados, que a su vez pudieron estar circundados por un foso, símbolo de los océanos en torno al Monte Meru, la mítica morada de los dioses hindúes. El Banteay Samre es sólo uno de los más de mil santuarios erigidos por los jemeres en la ciudad de Angkor durante un período de fiebre constructora que en magnitud y ambición rivaliza con las pirámides de Egipto.