
El proyecto de Enrique Peña Nieto está rebasado por los acontecimientos. El viernes negro cambió la elección presidencial. Ya no es viable una presidencia de 45%, con mayoría del PRI en el Congreso, para abrir el petróleo y generalizar los impuestos al consumo. La batalla de la comunicación política la ha ganado AMLO. Pero ni la derrota del proyecto de EPN ni la victoria de opinión de AMLO son suficientes para ganar la elección y gobernar. Falta transitar sin desbarrancarse, conseguir los votos suficientes, pactar para ganar y para poder gobernar, en una situación nacional adversa por la situación económica internacional, la incertidumbre por el cambio y la crisis de inseguridad que será muy difícil resolver.
El cuadro que competirá por la final ha quedado definido. Josefina Vázquez perdió su impulso inicial. No logró ser la candidata diferente. Si confrontaba al gobierno, perdía su apoyo y dividía al partido; si no lo hacía, no podía enarbolar la bandera del cambio. Quedó en medio.
Enrique Peña es el candidato que ofrece meter orden, pero que tiene la malicia para ocupar publicitariamente el espacio del cambio. Su reacción en la Ibero, por la insensibilidad ante los hechos de Atenco, y su reacción y la de sus partidarios ante la respuesta juvenil, lo pintaron como un político del antiguo régimen. Ya no es creíble como candidato del cambio. Pero también han surgido dudas respecto a si es el hombre que tiene el carácter para restablecer el orden. Aun así, cuenta con grandes apoyos y partió de una ventaja amplísima.
López Obrador es ya el candidato del cambio. Ya no tiene siquiera que calificarlo como verdadero. Es el candidato que compite contra el candidato del statu quo. El tropiezo de Peña y la irrupción del #YoSoy132, que simbolizan el cambio, colocaron a AMLO en el otro polo, para él perfecto. Ya se quitó los negativos, al grado de tener (increíblemente) un balance de opinión semejante al de EPN, cuando partió de una desventaja colosal. Ya recuperó su vivacidad y astucia. Ya volvió a ser un candidato formidable. Lo ayudó su tenacidad, reciedumbre y la fortuna que, de tanto insistir, logró que cambiara la dirección de los vientos.
Para ganar, sin embargo, falta un largo trecho. Casi cuatro semanas cargadas de riesgos. AMLO tendrá que caminar, en efecto, “con pies de plomo”, pero con la agilidad de un jaguar. Con un escudo en una mano para defenderse y con una espada en la otra para poder atacar. Ese es su papel y su reto. Seguir siendo candidato. Pensar en los votos, sólo en los votos.
Pero eso no es suficiente. El equipo que sostenga la movilización y la estructura electoral deberá actuar como un solo hombre. Deberá dejar atrás las pequeñas rencillas, los grandes descuidos y la insuficiente disciplina. Si se pierde, ningún pretexto va a valer, porque precisamente se está en posibilidad de ganar.
Esta nueva circunstancia ya está provocando las reacciones adversas. Se querrá provocar el miedo. Volverán a desempolvar los estereotipos. Que si Echeverría; que si Chávez; que si el peligro para la economía. El peligro, una y otra vez. La estrategia es conocida. Frente a ello, nada mejor que la mesura, la templanza, la determinación sincera de respetar a los diferentes, a los adversarios, de dar garantías a todos. De pensarse, en definitiva, como jefe de Estado y no como jefe de ninguna facción, por muy legítima que sea.
Ser jefe de Estado significará capacidad para construir una coalición legislativa, porque será imposible contar con una mayoría. Ser jefe de las Fuerzas Armadas y proteger su prestigio. Trabajar con gobernadores de oposición. Proteger las vidas y las propiedades de todos los ciudadanos. Tener un entendimiento con Estados Unidos. Dar su lugar a la oposición. Apoyar a las empresas mexicanas. Ser jefe de Estado es proponerse reconstruir la autoridad del Estado y su control social. Si eso se logra, se podrá avanzar seria y duraderamente en lo que mueve a AMLO, que es su sincero, franco y radical compromiso con lo social.
(Coordinador del Diálogo para la Reconstrucción de México)