En la cima del monte Nemrud, en Turquía, una árida cumbre a 2.150 metros de altura, se alzan unas ruinas solitarias que dominan la vasta cordillera del Antitauro. La mirada se pierde entre las terrazas adornadas con balaustradas de imaginativos altorrelieves y las colosales cabezas que parecen brotar del suelo rocoso, semejantes a los dioses caídos de una perdida civilización.
Sin embargo, este inhóspito paraje no fue descubierto hasta 1881; y lo fue casi por casualidad. Karl Sester, un ingeniero alemán que supervisaba la construcción de carreteras en el este de Turquía, subió al monte Nemrud por indicación de los lugareños y quedó maravillado ante la belleza del lugar, y, sobre todo, ante esas cabezas, algunas tocadas con mitras persas y otras en forma de águila y león. De inmediato se puso en contacto con el cónsul alemán en Esmirna, que notificó el hallazgo a la Real Academia Prusiana de las Ciencias.
Una gran sorpresa
A principios del verano de 1882, los arqueólogos Carl Humann y Otto Puchstein ascendieron al monte Nemrud guiados por el propio Karl Sester. Cuando llegaron a la cima no dieron crédito a lo que veían: en lo que creyeron unas ruinas persas, encontraron una inscripción griega grabada en los zócalos de las estatuas de la terraza oriental, una de las tres de que consta el monumento, y en ella leyeron claramente que esas ruinas constituían el panteón de Antíoco I de Comagene, soberano de un reino aliado de Roma, que construyó su tumba en el punto más alto de sus dominios.
«Yo, Antíoco, he hecho construir este recinto en mi honor y en honor de mis dioses». Así proclama la inscripción que identifica cada una de las estatuas con los dioses griegos Apolo, Zeus y Hércules, asociados con los dioses persas Mitra, Ahura Mazda y Artagnes.
Antíoco había decidido construir su tumba bajo un inmenso túmulo cónico de 50 metros de alto por 150 metros de diámetro, erigido en la cima del monte Nemrud; era un modo de estar más cerca de los dioses y velar por su pueblo desde la eternidad. A sus pies se hallaban los suntuosos túmulos de su padre, Mitrídates I Calínico, y de otros miembros de su familia; no muy lejos estaban las tumbas de las esposas reales, vigiladas por águilas labradas en piedra calcárea sobre columnas dóricas.
El arqueólogo turco
En 1883, llegó al yacimiento Osmán Hamdi, director del Museo Arqueológico Imperial de Estambul. Tuvo que realizar un largo y penoso ascenso hasta la cumbre de la montaña por un sendero de mulas, estrecho y sinuoso, que hizo a pie en su último tramo. «Sorprende que a un hombre que ha erigido sobre la más alta cima de estas montañas este monumento, tan costoso que probablemente agotó los recursos de su reino, no se le ocurriera hacer un mejor camino entre las rocas para acceder a él», observó en su minucioso informe. Hamdi exploró la región, tomó fotografías, sacó moldes de numerosos relieves y se llevó algunas piezas al Museo de Estambul. También editó y comentó las inscripciones del conjunto monumental en un importante libro.