El despojo incesante de sus recursos naturales y simbólicos es el móvil de la persistencia que caracteriza a las sociedades indígenas del inmenso noroeste mexicano, entre sierra y mar, desierto y valle. La diversidad cultural y la adaptación de estos pueblos al siglo XXI se actualiza en cerca de 500 páginas editadas por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).
Más de 30 investigadores reunieron y condensaron sus conocimientos obtenidos en años de convivencia con los grupos indígenas de Sonora, norte de Sinaloa y Baja California, la parte serrana de Chihuahua que limita con Sonora, e incluso la colindancia con los estados norteamericanos de Arizona y California, para integrar el Atlas Etnográfico de los Pueblos Indígenas del Noroeste.
Alejandro Aguilar Zeleny y José Luis Moctezuma Zamarrón, antropólogos del Centro INAH Sonora, coordinaron la integración de estos materiales que son resultado de las líneas de investigación trazadas por el proyecto Etnografía de los pueblos indígenas en el nuevo milenio, que desde hace 15 años impulsa la Coordinación Nacional de Antropología del INAH.
José Luis Moctezuma Zamarrón, doctor en antropología lingüística, pero mejor conocido entre colegas y amigos como El Vaquero, comentó que 34 años dedicados a registrar diversos aspectos de pueblos como los yoreme (mayo) y los kikaapoa (kikapú), le han hecho caer en la cuenta que sólo está en “la punta del iceberg”.
Plantear un mapa, o mejor dicho una “puesta al día” sobre más de una decena de grupos étnicos no fue tarea fácil, “por dos cuestiones: el noroeste es enorme y su diversidad en términos etnoculturales es menos homogénea con respecto a otras regiones. Es claro que aquí los contrastes son inmensos. Por otro lado, en algunos casos se carecía de trabajos serios sobre cuestiones medulares en el conocimiento antropológico”.
En el vasto territorio se encuentran distribuidos descendientes de los primeros pobladores de esta parte de América. Ellos son los tohono o’odham (pápago), comcáac (seri), yoreme (mayo), yoeme (yaqui), macurawe (guarijío), o’oba (pima), kuapak (cucapá), kiliwa, jaspuspai (paipai) y ti’pai (kumiai).
Tal diversidad cultural se ve enriquecida con el establecimiento de migrantes indígenas provenientes del sur del país: mixes, mixtecos, nahuas, triquis y zapotecos. También debe contarse a los kikaapoa (kikapú o kickapoo) que habitan en la frontera de Coahuila y Texas, sucesores de aquellos que a principios del siglo XX se desplazaron de Oklahoma, en la Unión Americana.
“En el noroeste de México tenemos todo este mosaico de grupos, lenguas, patrones, territorialidad y ritualidad. Los ritos que se celebran en la sierra no son los mismos que tienen lugar en la costa, de los yumanos a los yaquis y mayos. Existe material que demuestra una riqueza extraordinaria para esta región poco conocida”.
“Estos grupos, sobre todo a partir del siglo XX, han resistido toda clase de presiones bajo la premisa de una modernidad que los planta como obstáculo para el ‘desarrollo’. Contrario a esta idea, las recientes investigaciones sostienen que los pueblos indígenas lejos de frenar el progreso han motivado el desarrollo regional”, expresó José Luis Moctezuma Zamarrón.
Para el investigador, los yaquis y los seris de Sonora se han convertido en símbolo de esta lucha tenaz por su territorio y organización social, pero también los pápagos están en defensa del agua, los pimas de sus bosques y los guarijíos protegen en estos momentos el libre cauce del Río Mayo, ante el proyecto de una presa.
A pesar de dar nombre a los ríos Yaqui y Mayo (los principales de Sonora), estos pueblos indios y otros asentados en su ribera han dejado de ser reconocidos como parte de su mundo simbólico, debido justamente a su paulatina detención. De ese modo se han perdido cantos y mitos, toda una tradición oral a la que dio origen estos afluentes.
Lo mismo ha pasado con lo que yaquis y mayos conocen como “El mundo del monte”, el Huya Ania, que ha devenido en amplios y rentables campos de trigo y cártamo, entre otros granos para importación.
Con todo este panorama en contra, Moctezuma Zamarrón reconoció la adaptabilidad de los indios del noroeste mexicano y dio un par de ejemplos:
“Desde hace siete años los mayos comenzaron a usar tenábaris (sartales que van en las piernas) hechos de hojalata en la celebración de la Semana Santa, ante la escasez del capullo de la mariposa Cuatro espejos que se reproduce en el árbol sangregado, especie que ha menguado justamente por el abuso de las tierras de cultivo”.
Máscaras que satirizan a políticos, de payasitos y cholos, también se alternan ahora en las danzas de yaquis y mayos en que —hasta hace unos años— las máscaras de pascola eran la tradición.
En lo que respecta al desplazamiento de hablas indígenas, José Luis Moctezuma manifestó que si bien existe identidad sin lengua, ésta es el elemento primordial de su pensamiento.
En ese peligro se encuentra la lengua mayo, que de acuerdo al censo de 2000 sólo era hablada por un tercio de su población; más alarmante aún es la cifra de hablantes del kiliwa y tohono o’odham (pápago), citó el antropólogo, quien capturó la voz del último hablante de kikaapoa (kikapú) en Sonora, allá por los años 90.
El Atlas Etnográfico de los Pueblos Indígenas del Noroeste, que brinda una perspectiva de sus orígenes, cosmovisión, organización social y política, ritualidad, economía, arte y medicina tradicional, entre otros aspectos, se presentó recientemente en el auditorio del Centro de las Artes de la Universidad de Sonora.