A simple vista parecen poco más que diminutas semillas esparcidas por el viento, flotando entre los juncos en el borde de cualquier laguna del remoto interior de Brasil.
Hay que esperar al anochecer, cuando la extrema quietud de los pantanos da paso a un coro de gorjeos y susurros, y esos minúsculos puntos empiezan a desaparecer en la oscuridad.
En realidad son los ojos vigilantes de las crías de caimán yacaré, miembros de la familia de los crocodilios, de apenas dos semanas de vida y solo un poco más largas que un lápiz. De día se esconden entre las plantas acuáticas para ocultarse de las garzas o las cigüeñas, que pueden abalanzarse sobre ellas en busca de un bocado.
De noche salen para alimentarse de insectos y caracoles, y conforme crecen, de presas mayores. Con el tiempo pueden alcanzar dos metros y medio de longitud y tener la fuerza suficiente como para apresar una capibara, uno de los roedores gigantes de la zona. Pero de momento, esas crías se encuentran en la base de la cadena alimentaria, tratando de pasar desapercibidas.
Cientos, quizá miles, de estos caimanes recién nacidos merodean por esta laguna. Y hay muchas más como esta en el Pantanal. Este enorme humedal del sudoeste de Brasil no solo alberga la que probablemente sea la mayor población de crocodilios del mundo, sino que además es el escenario de uno de los episodios de recuperación de una especie de mayor éxito.