Corsarios…a la caza del oro, la plata y las perlas

En 1507 se confirmó lo que muchos gobernantes europeos ya sospechaban: las tierras a las que había llegado Cristóbal Colón, en Occidente, eran un nuevo e inmenso continente. Así lo afirmaba una introducción a la Cosmografía de Ptolomeo, publicada por la Academia del Vosgo, que recogía la opinión en tal sentido del navegante florentino Americo Vespucio.

España ya no podía mantener el secreto acerca de sus nuevas posesiones más allá del océano. Mientras tanto, las informaciones sobre la abundancia de oro, plata y perlas estaban arribando a Sevilla –el único puerto español autorizado a comerciar con aquellos lejanos territorios–, y desde allí se difundían por toda Europa.

Aunque la ruta hacia las Indias seguía siendo desconocida, y la Corona española mantenía los mapas y las cartas de navegación a buen recaudo, se habían abierto las puertas de la ambición y la codicia. De hecho, ya en su tercer viaje (1498-1500), Colón había advertido de la presencia de corsarios franceses merodeando por las Azores, y pocos años después el conquistador Alonso de Ojeda tuvo un encontronazo con ingleses cerca de Coquivacoa (en la actual Venezuela).

El primer asalto

Puesto que navegar sin cartas hacia una tierra ignota era un riesgo difícil de asumir, tanto los piratas particulares como los corsarios al servicio de las naciones enfrentadas a la Monarquía Hispánica establecieron una nueva estrategia: atacar a los barcos españoles y portugueses que regresaban a la metrópoli.

De esta forma, el triángulo formado por la península Ibérica, las islas Canarias y el archipiélago de las Azores se convirtió en un terreno propicio para la caza del oro, la plata y las perlas de América. Riquezas que, como el propio continente, se habían reservado españoles y portugueses con la firma del tratado de Tordesillas (1494). El Papado había bendecido este monopolio, que franceses, ingleses y holandeses, excluídos de aquella tierra de promisión, pugnarían por romper.

En la primavera de 1522, el francés Jean Florin, conocido por los españoles como Juan Florín o el Florentino, mandaba una flotilla de barcos piratas que patrullaban las islas Azores en busca de presas. Florín no era nuevo en el oficio: hacía dieciocho años que andaba robando a barcos españoles, venecianos e italianos; en definitiva, a todos los enemigos del rey de Francia.

Pero no era realmente un corsario, es decir, no repartía sus ganancias con el monarca francés operando bajo patente de corso; es más, su desfachatez era tal que cobraba 4.000 coronas al soberano por atacar a sus enemigos. Florín sólo obedecía órdenes de sí mismo y únicamente rendía cuentas a su armador, Jean d’Ango, un italiano afincado en Normandía.