En el antiguo Egipto, la arquitectura no podía concebirse sino al servicio de la religión. Los arquitectos, como los escribas, pintores, escultores o médicos, adquirían sus conocimientos en las «casas de vida», escuelas adscritas a los templos y centros culturales que dictaban las normas a seguir en todas las disciplinas. Ello explica que los arquitectos ostentasen títulos religiosos, a menudo más importantes que el de su actividad constructiva.
Además, los grandes arquitectos, los que estaban a cargo de las obras de la realeza, no sólo se ocupaban de proyectar tumbas y santuarios, sino que, como indicaba su cargo, eran los «directores de todas las obras del rey».
Ello incluía la planificación de presas y canales, así como la elección de las piedras más idóneas para las colosales estatuas del faraón. Si se observa la estrecha relación entre la arquitectura religiosa y las estatuas destinadas a cada templo en particular, se aprecia que ambas disciplinas se complementaban. La arquitectura estaba al servicio de la estatuaria y viceversa, formando un todo armonioso surgido de una única mente rectora.
Este condicionante religioso se manifestaba en todos los campos del quehacer arquitectónico. Obviamente, los templos, considerados como «la casa del dios», estaban impregnados de un alto contenido espiritual –no compartido con el pueblo, ya que el acceso a los santuarios siempre estuvo vedado al conjunto de los fieles–. Pero es que también las tumbas, tanto reales como civiles, eran consideradas «casas de eternidad», ya que, en sus capillas, el ka o aliento vital del difunto recibía las ofrendas necesarias para su supervivencia en el Más Allá.
También las casas particulares tenían un componente religioso. Por ejemplo, los obreros del faraón que vivían en el poblado de Deir el-Medina disponían de una habitación en la que rendían culto a sus ancestros familiares, la misma en la que tenían lugar los nacimientos, con lo que se creaba una continuidad entre vivos y muertos tutelada por la divinidad.
Todo el mérito para el faraón
La paternidad de las construcciones, por otro lado, no se atribuía a los arquitectos, sino al rey. Eran el faraón y la diosa Seshat –esposa de Thot y, como éste, deidad de la escritura y los cálculos– quienes marcaban sobre el terreno los límites del futuro santuario.
Luego, al menos a partir del Imperio Nuevo, el rey dirigía los trabajos iniciales de la cimentación y modelaba, siguiendo un ritual establecido, los ladrillos que marcaban los ángulos principales del templo. Finalmente, las construcciones eran ofrecidas a los dioses por el faraón, como obras personales del monarca. De este modo, una operación humana se elevaba al plano espiritual gracias a la intervención divina.
Aunque en la historia egipcia se menciona a muchos arquitectos, sólo algunos alcanzaron auténtico renombre. Hemyunu ostentó los títulos de «hijo real», «visir» y «director de todos los trabajos del rey». Como vivió bajo el reinado de Keops, durante la dinastía IV, muchos egiptólogos le consideran autor del proyecto de la pirámide de este rey y director de su construcción, aunque no existe ningún documento concreto que así lo atestigüe. Hemyunu se hizo enterrar en la gran mastaba G4000 de Gizeh, cerca de la pirámide de su señor.
Proyectos grandiosos
En el Imperio Nuevo, durante la dinastía XVIII, el arquitecto Ineni tuvo una dilatada vida profesional, ya que proyectó obras bajo los reinados de los faraones Amenhotep I, Tutmosis I, Tutmosis II, Tutmosis III y Hatshepsut. Precisamente para esta última reina construyó la tumba KV20, la de mayor longitud excavada en el Valle de los Reyes, sin contar la de Seti I, prolongada por un túnel inconcluso.
Aunque quizás Ineni sea más recordado por una frase que se le atribuye a raíz de la construcción de la tumba de Tutmosis I, probablemente la misma KV20, de la que el arquitecto real dice que hizo el trabajo «sin que nadie lo viese, sin que nadie lo oyese»; seguramente hacía referencia al secreto que debía rodear la construcción de una tumba real. Otro arquitecto de Hatshepsut, Sen-en-Mut, que probablemente fue su amante, construyó para la reina su templo funerario en Deir el-Bahari, además de ser el preceptor de la princesa Neferure.
Kha, por su parte, fue un arquitecto real destacado en Deir el-Medina, cuya tumba intacta, TT8, fue hallada por Ernesto Schiaparelli en 1906. Su ajuar funerario, conservado en el Museo Egipcio de Turín, muestra el alto estatus social de los arquitectos durante el Imperio Nuevo.
Otro personaje interesado en la arquitectura fue Khaemuaset, cuarto hijo de Ramsés II y segundo de la reina Isetnofret, que ostentó el título de Gran Jefe de los artesanos de Ptah, la máxima jerarquía del clero de Menfis. Proyectó las primeras galerías del Serapeum de Menfis, el lugar de descanso de los sagrados bueyes Apis, y restauró las pirámides del Imperio Antiguo en nombre de su padre, por lo que se le considera el primer egiptólogo de la historia.
Pero con todo, ninguno de ellos logró nunca igualar la fama de dos arquitectos que con el tiempo llegaron incluso a ser deificados: el primero de ellos es Imhotep, que fue arquitecto del rey Djoser durante la dinastía III, en los albores de Egipto, y el otro es Amenhotep hijo de Hapu, director de los trabajos del rey Amenhotep III, durante la dinastía XVIII.