El embrujo de la silla presidencial

Comienza el tercer tercio del gobierno de Felipe Calderón. Estamos a trece meses de que inicie oficialmente el proceso de la elección presidencial. En el medio político ya no hay ojos más que para ello: la sucesión.
Y es que la silla presidencial fascina. Atrae como las “Flores del mal”. Aunque, a decir verdad, no todos han sucumbido a su poder de atracción. Recordemos tan sólo, ya que estamos en el centenario del inicio de la Revolución, lo que les ocurrió a Francisco Villa y Emiliano Zapata cuando estuvieron ante la silla del águila.
La noche del 24 de noviembre de 1914 entraron los zapatistas a la ciudad de México.
El poder estaba vacante. La silla presidencial vacía. El tla-tla de sus huaraches resonó como un murmullo sobre los encerados pisos.
Sus negros ojos no sabían de riquezas y esplendor. Ni siquiera imaginaban cómo era la famosa silla presidencial.
Cuenta Martín Luis Guzmán en El águila y la serpiente algo de aquel asombro entre los muros del Palacio Nacional:
“Quiso Eulalio Gutiérrez que antes de instalarse su gobierno, llegáramos de visita a Palacio Nacional. (…) Eufemio se complació en descubrirnos, uno a uno y sin fatiga, los salones y aposentos de la Presidencia. Alternativamente resonaban nuestros pasos sobre la cera brillante del piso. A nuestras espaldas, el tla-tla de los huaraches de dos zapatistas que nos seguían. Era un rumor dulce y humilde.
“(…) Ante la silla presidencial declaró con acento de triunfo, con acento cercano al éxtasis: ¡Esa es la silla! Y luego, en un rapto de candor envidiable, añadió: Desde que estoy aquí, vengo a ver esta silla todos los días, para irme acostumbrando. Porque afigúrense nomás: antes había creído que la silla presidencial era una silla de monta. Dicho esto, se dio Eufemio por reír de su propia simpleza.”
La dirección campesina tenía el poder “en custodia”, al igual que el Palacio Nacional.
Una semana después, el 3 de diciembre de 1914 los ejércitos revolucionarios -las tropas de la División del Norte, junto con la Convención y su gobierno-, ingresaron a la ciudad de México.
Emiliano Zapata y Francisco Villa aguardaron en las afueras. Ambos jefes se encontraron por primera vez al día siguiente, el 4 de diciembre, en las afueras de Xochimilco. El acta taquigráfica de esa reunión recoge estas palabras:
Villa: Yo no necesito puestos públicos porque no sé lidiar. Vamos a ver por dónde están estas gentes. Nomás vamos a encargarles que no den quehacer.
Zapata: Por eso yo les advierto a todos los amigos que mucho cuidado, si no, les cae el machete… (risas)
Serratos (general zapatista): Claro…
Zapata: Pues yo creo que no seremos engañados. Nosotros nos hemos estado limitando a estarlos arriando, cuidando, cuidando, por un lado, y por el otro, a seguirlos pastoreando.
Villa: Yo muy bien comprendo que la guerra la hacemos nosotros los hombres ignorantes, y la tienen que aprovechar los gabinetes, pero que ya no nos den quehacer.

Zapata: Los hombres que han trabajado más son los que menos tienen que disfrutar de aquellas banquetas. No más puras banquetas. Y yo lo digo por mí: de que ando en una banqueta, hasta me quiero caer.
Villa: Este rancho está muy grande para nosotros; está mejor por allá afuera. Nada más que se arregle esto, para ir a la campaña del Norte. Allá tengo mucho quehacer. Por allá van a pelear duro todavía
Ese día, Villa y Zapata rieron, conversaron y comentaron que había que repartir las tierras “de los riquitos” y que se “den las tierras al pueblo”. Según ellos, a partir de ese día, iba a ser “otra vida, y si no, no dejaremos los máusers que tenemos.”
Dos días después de aquella charla en Xochimilco, Villa y Zapata acudieron a los balcones de Palacio Nacional para ver el desfile de las tropas de la División del Norte y del Ejército Libertador del Sur. Luego, caminaron hacia donde se encontraba la silla presidencial.
La miraron no sin cierto recelo, tal parecía que estuviese embrujada. Alternativamente, una vez uno y otra el otro, se sentaron en la silla presidencial. “A ver qué se siente…”, dijeron.
Juguetearon con la silla, con el símbolo del poder. Se sentaron, se pararon, se tomaron la foto, pero ninguno de los dos se atrevió a apoltronarse en ella. Al contrario, huyeron de la silla presidencial.
¿Ingenuos? ¿Ilusos? Tal vez. Pero como dijo alguna vez Ricardo Flores Magón: “Cuando muera, mis amigos quizás inscriban en mi tumba ‘aquí yace un soñador’, y mis enemigos ‘Aquí yace un loco’. Pero no habrá nadie que se atreva a estampar esta inscripción: ‘Aquí yace un cobarde o un traidor a sus ideas’.
A cien años de distancia, de nueva cuenta bien podríamos plantearnos la misma encomienda para quien ocupe la silla presidencial: Vamos a ver dónde están estas gentes. Nomás vamos a encargarles que no den quehacer.