El mejor momento para visitar San Petersburgo es la época de las «noches blancas», entre finales de mayo y agosto, cuando el atardecer no acaba de convertirse en noche y el alba nace de la luz tenue del crepúsculo.
Durante los meses estivales, además, la antigua capital del imperio ruso ofrece su cara más alegre. Las cálidas temperaturas invitan a caminar junto a la cincuentena de canales y ríos que surcan el casco histórico, a embobarse ante el espectáculo de los puentes abiertos y a detenerse frente a palacios colosales que remiten al tiempo de los zares.
La denominada Venecia del Norte comenzó siendo el arcano sueño occidental del joven zar Pedro I el Grande (1672-1725) quien, tras un viaje por el continente, regresó lleno de impresiones e ideas reformistas.
Tal vez su creación más bella y perdurable sea esta ciudad. San Petersburgo nació literalmente de la nada en 1703, en los territorios recién arrebatados a Suecia durante la Gran Guerra del Norte. Sobre un área pantanosa en la desembocadura del río Neva, Pedro I ordenó erigir una ciudadela, la futura fortaleza de Pedro y Pablo.
Pensada como un formidable baluarte defensivo, desde el principio se utilizó como la mayor prisión política de Rusia. Su primer preso fue el hijo mayor de Pedro I, el zarevich Alexis (1690-1718), castigado por disentir de su padre.
Desde 1730 un disparo de fogueo del cañón emplazado en el bastión Narishkin saluda sin falta al mediodía. Dentro del recinto de la fortaleza, en la Catedral de San Pedro y San Pablo descansan los restos de la mayoría de los emperadores y emperatrices rusos, desde Pedro el Grande hasta el último zar, Nicolás II (1862-1918), y su familia.
En la parte de la fortaleza que da al río, sombríos y severos muros conviven con la principal playa urbana de la ciudad, repleta de bañistas los días más calurosos del verano.