Tras una hora de ascenso desde el último campamento de la arista sudeste del Everest, Panuru Sherpa y yo dejamos atrás el primer cadáver. El escalador muerto estaba de lado, como si dormitara sobre la nieve. Tenía la cabeza semioculta por la capucha de la parka. A los diez minutos esquivábamos otro cuerpo, el de una mujer envuelta en una bandera canadiense, sujeta por una botella de oxígeno abandonada.
En nuestro duro ascenso por la empinada pendiente, Panuru y yo avanzábamos por la cuerda fija, el uno pegado al otro, encajonados entre desconocidos. La víspera, en el Campo III, nuestro equipo apenas tuvo compañía, pero al despertarnos esa mañana nos quedamos boquiabiertos al ver desfilar frente a nuestras tiendas una procesión interminable de alpinistas.
Ahora, de pronto, atrapados en un atasco a 8.230 metros de altitud, no teníamos más remedio que avanzar al mismo ritmo que la masa, cualesquiera que fuesen nuestras capacidades y nuestras fuerzas.
En la oscuridad previa a la medianoche elevé la vista y contemplé el rosario de luces (las linternas frontales de los alpinistas) ascendiendo hacia el cielo negro. Por encima de mí había más de un centenar de escaladores avanzaban lentamente.
En una sección rocosa encontramos al menos 20 personas enganchadas a la misma cuerda raída, anclada al hielo por una sola estaca, totalmente doblada. Si la estaca se soltaba, la cuerda o el mosquetón cederían al instante ante el peso de una veintena de escaladores en caída libre, que rodarían montaña abajo directos a la muerte.
Testimonio de vida y muerte, aun asi el Everest sigue atrayendo miles de hombres y mujeres dispuestos a arriesgar su vida, por conquistar al silencioso y enigmatico gigante.