
Las comparecencias de los secretarios de Estado ante el Poder Legislativo han demostrado, una vez más, ser un esquema rebasado por la realidad política y mediática actual: no permiten el diálogo, el análisis ni los acuerdos, son infructuosas.
En teoría, formarían parte de un esquema de institucionalidad republicana, de una ceremonia de Estado en la cual se rendirían cuentas no solo al Poder Legislativo, sino al equilibrio entre los tres Poderes de la Unión que constituye la base de toda democracia sana y funcional.
En los hechos, se trata de un ritual con resultados previsibles, de un escaparate en el que se lucen políticamente los secretarios de Estado y logran acaparar los reflectores y los titulares de la prensa, con altos saldos de exposición mediática positiva, que para muchos resulta vital, sobre todo a los aspirantes a la Presidencia de la República.
Por otro lado, resulta un ejercicio que empantana la productividad legislativa: al dividirse los diputados y senadores en partidarios y opositores del compareciente en turno, se minan los caminos de entendimiento que con oficio político, paciencia, tolerancia y respeto a la pluralidad se van abriendo entre las diversas bancadas.
Se trata de uno de los efectos más nocivos de la excesiva partidización de nuestra vida pública: los espacios que podrían ser de encuentro se convierten en arenas de lucha, de descalificación, en los que pocas veces se reconoce un mérito al contrario. Brilla por su ausencia la visión de Estado, suplantada por la ideología ciega y el ánimo electorero.
Más que debates, las comparecencias son una sucesión de monólogos, que reabren heridas abiertas en campañas negras, que radicalizan las posiciones entre legisladores y que provocan enfrentamientos que debilitan la capacidad de diálogo, sin lograr un solo efecto positivo para la vida parlamentaria.
Ciertamente, la gran mayoría de los legisladores mantienen un ánimo dialogante y pleno de apertura, que es bloqueado por el diseño institucional ya arcaico de las comparecencias.
Justo por ello urge rediseñar ese espacio —como algunos otros del Congreso de la Unión de los que hablaré en mis próximas colaboraciones— para que los cuestionamientos no se conviertan en un pelotón de fusilamiento al compareciente, pero tampoco en una oportunidad para la zalamería; para que la mejor ganancia que se pueda lograr no sea denostar y exhibir al adversario político, sino fortalecer la transparencia y la rendición de cuentas. Para, en fin, que pese la visión de Estado sobre las estériles disputas partidistas.
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