Con respecto a los escritores sucede algo distinto a lo que acontece con quienes se dedican a la ciencia tradicional o a otras actividades en apariencia más serias, o al menos esto afirmo yo para darme importancia. Los escritores, como otros artistas, acostumbran descubrir objetos que carecen de una función determinada o que traicionan la función que normalmente les ha sido asignada por el saber común: narrar historias que sean interesantes a los demás. Ésta es la función que se espera de ellos, y cuando evitan asumir esa tarea asignada de antemano se hacen detestables a los ojos más ortodoxos. Son como los invitados que no saben comportarse correctamente en la mesa y hacen justo lo opuesto a lo que se espera de ellos: son como zapateros que han preferido dedicarse a pintar bardas. Y si la función de los escritores se reduce solamente a la de ser contadores de historias, entonces el cine los ha puesto a un lado del camino: el cine hace parecer innecesarios a los escritores. Sin embargo, yo creo que sucede todo lo contrario.
Si bien el lenguaje no ha sido creado enteramente por los escritores, ellos son capaces de dilapidar la energía contenida en éste para ponerlo en marcha y hacer crecer la mentira hasta el punto en que nos resulte parcialmente verdadera. Las palabras se inventan solas aunque para ello requieran de la energía e imaginación humana. Y a pesar de la aparente importancia de la literatura, desde hace muchos años los escritores contemporáneos sobreviven a expensas de la histórica celebridad de sus abuelos. Creo que nunca antes en la literatura se había dependido tanto del pasado para encontrarle un poco de sustancia a las cosas. Gracias a la tradición que los soporta (a expensas de la fama que poseen Kafka, Bellow o Tolstoi) los escritores aún pueden pasearse por ahí sin pudor aunque en la actualidad no se les lea: extraño reconocimiento. Acaso porque el mercado, en su acepción más pueril, se encuentra saturado de libros y la confusión reinante en la comunicación, sumada a la triste ausencia de lectores, no permite a cada quien tomar el lugar que le corresponde. O quizá porque la tecnología ha creado una red de lugares comunes para que las personas se conformen con el simple hecho de mantenerse comunicadas: una cortina de humo para ocultar que los mismos problemas de siempre continúan sin resolverse. A partir de mi experiencia creo que la literatura es, a fin de cuentas, una extensa grieta en el ser que no puede cerrarse, una inmensa anomalía humana que solamente la muerte es capaz de reparar: desesperación, desasosiego, sentido de un tiempo lineal que en su deseo de consumirse para existir y romper los límites de ese tiempo no acierta a unir nunca principio y fin. Locura, desquiciamiento, caos, anormalidad no son palabras inexactas a la hora de describir la sustancia de las páginas siguientes, aunque la palabra locura se escucha hoy demasiado melosa e interesada: suena un poco a romanticismo trasnochado.
La época moderna ha guardado para la locura cierto papel privilegiado, consecuencia de un romanticismo recurrente que no termina de morir. Y no muere porque el romanticismo no se sitúa solamente en una época determinada de la historia (Inglaterra y Alemania en el siglo XIX), ni tiene sólo como origen la tradición protestante europea, sino que representa una tendencia del espíritu que encarna en ciertos hombres sin importar la época en que éstos hayan vivido. El romanticismo es una enfermedad cuyo antídoto aún no ha sido inventado, una metástasis hasta cierto punto saludable. “Si llevamos el romanticismo a sus últimas consecuencias –escribió Isaiah Berlin–, termina siendo una forma de demencia”. Es verdad que el suicidio convierte al romántico en su propio patriarca, pero la locura es también una forma refinada del suicidio: los sentidos abren sus puertas de tal manera que la locura entra como una muerte delicada que nos vuelve seres en verdad distintos: nos sana de la realidad. Yo me inclinaría por una descripción literaria de la locura, una descripción que no se hallara relacionada con los estudios que acerca del cerebro han elaborado de manera minuciosa los expertos (esos santos que a veces no miran más allá de su propia fe).
Concibo la locura como el acto de concebir la locura sin saber nada acerca de ella: como una pura reacción al presentimiento de que en su caída todas las cosas van tomando formas de calidades y dimensiones distintas. Quiero decir no saber nada jamás, ni aun investigando, reflexionando o acudiendo al arte o a la lectura: trastornada por la ambigüedad de la locura, la normalidad también desaparece. De modo que nada estará en su lugar por más que la eternidad se fraccione en un número infinito de eternidades: la calma o el sosiego nunca harán su tan cacareada aparición (por lo menos en la mente de quien se ha dedicado a pensar desde la razón desquiciada). Y quien se dice estar en paz consigo mismo probablemente está alardeando o es que desconoce las vicisitudes de una vida trágica: es decir, ha vivido en una ermita imaginaria y no es capaz de transmitir su sosiego a los demás si no es a través del convencimiento. Todas estas afirmaciones, como se habrán ya percatado, son justamente una muestra del espíritu romántico que intento describir.
¿Qué intentará decir una persona cuando nos comunica que ha logrado abordar un estado de tranquilidad espiritual? Yo estoy más que dispuesto a creerle, aunque no comprenda sus palabras. Para creerle a una persona no necesariamente requiero de sus explicaciones. La cortesía es imprescindible a la hora de tratar cuestiones religiosas o de sabiduría íntima. El hecho de que las pasiones o cualidades expresadas por un Buda o un Nietzsche sean tomadas en forma de una doctrina comunicativa es un pasatiempo que puede ser edificante, pero ambos nombres remiten a sus estudiosos o seguidores a experiencias personales ya sea que partan de la lectura, en el caso de Nietzsche, o que se muestren fieles a las diversas enseñanzas de la tradición budista. A un budista que cree en la existencia del dhamma (un lenguaje para sabios e iniciados que, nos dicen, va más allá de las palabras comunes), las opiniones que por desgracia he ido acumulando en el transcurso de este libro deben parecerle vulgares o poco interesantes; él estaría de acuerdo en afirmar, como lo hizo Cioran, que las palabras o argumentos que se practican en el pensamiento occidental son como un biombo que detrás de sí no esconde nada, sino vacío. Pero tampoco la filosofía budista o sus principios éticos me impresionan particularmente o me transmiten un conocimiento nuevo pues insisten en acudir a las metáforas para predicar su conocimiento: sus acciones motivadas por un pensamiento o un no pensamiento me serán tan singulares como la interpretación que yo mismo realice de ellas. El mundo que se encuentra más allá de las metáforas es y será siempre un misterio.
Agencia El Universal