Dos centenares de muertos en menos de una semana son muchos incluso para el nivel de violencia al que nos tiene acostumbrados Irak -según nota de El PAÍS-.
El cariz del último estallido hace temer además que no se trate solo de un repunte sino de un salto cualitativo que termine por sumir ese maltrecho país en la guerra civil que lo amenaza desde la invasión estadounidense de 2003.
Su controvertido primer ministro, Nuri al Maliki, ha reconocido ese peligro, pero en lugar de dar un paso valiente hacia la reconciliación de la mayoría chií con la minoría suní, cuyo sentimiento de marginación está en el origen del problema, se ha limitado de momento a culpar al mensajero y a cerrar diez cadenas de televisión a las que acusa de alentar el sectarismo.
El golpe de gracia a una situación que ya se presentaba delicada se produjo el pasado martes, cuando las fuerzas de seguridad decidieron actuar contra la acampada de la comunidad árabe suní en Hawija, unos 200 kilómetros al norte de Bagdad y muy cerca de la bomba de relojería étnica que es la ciudad de Kirkuk.
El medio centenar de muertos que dejó esa intervención desató una oleada de represalias en las cinco provincias donde los árabes suníes son más numerosos y donde desde el pasado diciembre protestan contra el Gobierno central, que perciben como monopolizado por los chiíes. A día de ayer, iban 215 muertos según el recuento de las agencias de noticias.
“Se trata de la crisis más grave y peligrosa (…) desde 1921”, declaró el jueves Muafak al Rubai, antiguo consejero de Seguridad Nacional, citado por France Presse. La Liga de Naciones reconoció a Irak como Estado bajo mandato británico el 11 de noviembre de 1920.
Dadas las vicisitudes que ha vivido el país desde entonces, puede parecer exagerado, pero no cabe duda de que “ha empezado a deslizarse de forma peligrosa hacia el enfrentamiento”, tal como ha advertido el International Crisis Group (ICG).
El propio primer ministro ha alertado del riesgo de que se reavive “la guerra civil confesional” que desangró Irak entre 2006 y 2007, cuando atentados y asesinatos selectivos llevados a cabo por milicias de una y otra rama del islam causaron decenas de miles de muertos.
La seguridad ha mejorado mucho desde entonces, pero las tensiones entre las comunidades chií y suní no han desaparecido. La violencia interconfesional “ha regresado a Irak porque empezó en otro lugar de la región”, aseguró el sábado Al Maliki, en unas declaraciones televisadas que claramente apuntaban al actual conflicto en la vecina Siria.
Los analistas del ICG admiten que “la guerra en Siria también influye”. Al igual que otros observadores, opinan que según ese enfrentamiento se intensifica, los suníes iraquíes experimentan una creciente solidaridad con sus hermanos de fe y comparten sentimientos de hostilidad hacia un supuesto eje chií formado por Hezbolá, Damasco, Bagdad y Teherán.
Sin embargo, eso no es excusa para el Gobierno de Al Maliki ignore las quejas fundadas de los suníes. Si no se da prisa en garantizar una adecuada participación de esa comunidad en el sistema político, sus líderes tendrán una buena excusa para alinearse con los sectores más radicales, e incluso reforzar los lazos con aquellos actores regionales que apoyan a la oposición siria.
Suspender 10 cadenas de televisión, entre ellas la polémica Al Yazira, con el pretexto de que “incitan a la violencia y al sectarismo” no parece que vaya a solucionar el problema, menos aún cuando la mayoría de ellas son canales locales de las zonas suníes.