La mitología japonesa cuenta que la diosa del sol, Amaterasu, lloró desde los cielos y sus lágrimas cayeron como perlas sobre el mar hasta formar el archipiélago nipón.
Esta leyenda resume la importancia de la naturaleza en el sintoísmo, la religión que han abrazado durante siglos los emperadores japoneses y que permanece en los templos, palacios y jardines de las ciudades imperiales encadenadas a lo largo de este viaje entre Tokio y Osaka.
Tokio, la capital del país, es una megápolis de unos treinta millones de habitantes situada alrededor de la gran bahía del mismo nombre. El tren rápido que comunica el aeropuerto de Narita y el corazón tokiota depara el primer espectáculo visual, al pasar de un paisaje de arrozales a un perfil de rascacielos y calles trepidantes.
Es una ciudad que no deja indiferente a nadie. La razón es su mezcla de modernidad extrema y pasado imperial, sin olvidar los barrios de callejuelas laberínticas llenas de tiendas, restaurantes y espacios que son auténticos remansos de paz.
Tokio, además, sobresale entre las grandes ciudades del mundo por su red de metro, la más extensa en líneas y estaciones, y que convierten cualquier traslado en algo fácil y muy rápido.