El 2 de julio de 1778, hace 235 años, falleció Jean-Jacques Rousseau, músico y filósofo, uno de los principales escritores del siglo XVIII y uno de los pensadores universales por excelencia, cuyas ideas políticas influyeron en la Revolución Francesa, que estalló once años después de su muerte.
Rousseau expiró a los 66 años de edad, según parece debido a un infarto cerebral, aunque las circunstancias de su muerte no están claras. El filósofo francés de origen suizo (Ginebra, 1712) hacía dos meses que se había instalado junto a su mujer en un pabellón de la mansión del marqués de Girardin, un admirador suyo, en Ermenonville, al nordeste de París.
Rousseau pasaba los días meditando en una cabaña retirada, que aún se conserva, o recogiendo hierbas por los campos de los alrededores, ya que era muy aficionado a la botánica. Sus restos fueron enterrados bajo un monumento, en un islote poblado de álamos en mitad de un lago que circunda la mansión, aunque en 1794 fueron trasladados al Panteón de París, donde yacen junto a los de Voltaire, que fue coetáneo suyo.
Los jardines de la mansión o castillo de Ermenonville actualmente forman parte del parque Jean-Jacques Rousseau.
El hombre es bueno por naturaleza
Rousseau vivió en plena Ilustración francesa, pero arremetió contra la idea de progreso que divulgaban los ilustrados. El filósofo creía que el hombre es bueno por naturaleza, en un estado salvaje y primigenio en el que convive en armonía con sus semejantes y con la propia naturaleza.
El hombre moderno, en cambio, es un ser desfigurado, perverso, que se ha alejado de su estado de naturaleza originario y se ha vuelto malvado, por lo que no hay lugar para el optimismo. La civilización, las instituciones, la propiedad privada e incluso las ciencias y las artes corrompen al individuo y provocan el egoísmo, el odio, los vicios y las guerras.
«El primero al que, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir esto es mío y encontró personas lo bastante simples para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. Cuántos crímenes, guerras, asesinatos, miserias y horrores no habría ahorrado al género humano quien, arrancando las estacas o rellenando la zanja, hubiera gritado a sus semejantes: «¡Guardaos de escuchar a este impostor!; ¡estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie!»», escribe en el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, II.
Sin embargo, sabía que este estado natural era ideal e imposible de restaurar por lo que se debía establecer un contrato social entre los hombres, una voluntad general que asegurara el bien de todos.