La inventiva de la naturaleza no tiene límites. Pensemos en el caso del murciélago nectarívoro y la enredadera de floración nocturna cuyas vidas se entrelazan en los bosques tropicales de las tierras bajas de América Central.
Glossophaga commissarisi, un minúsculo mamífero alado no más grande que el pulgar de un humano, revolotea entre las flores de Mucuna holtonii mientras lame el néctar, igual que haría un colibrí o un abejorro. A cambio, poliniza la planta. Las flores diurnas captan la atención de los polinizadores gracias a sus llamativos colores, como el escarlata y el fucsia, pero de noche, cuando incluso las tonalidades más vistosas adoptan el tono plateado de la luna, las flores de Mucuna recurren al sonido para atraer a los murciélagos que se alimentan de néctar.
En un claro del bosque de la Estación Biológica La Selva, en el norte de Costa Rica, una vieja pero vigorosa Mucuna forma un frondoso techo del cual penden largos pedúnculos que portan en su extremo grupos numerosos de flores. Cuelgan a distintas alturas como si fuesen lámparas de araña en un gran salón de baile. Cada inflorescencia, del tamaño de una mano, es un fascículo de capullos amarillo pálido con forma de dedo.
Al anochecer, las flores se preparan para los murciélagos. Primero, el pétalo superior de color verdoso que cierra la flor (denominado estandarte) se abre poco a poco en vertical y queda erguido a modo de faro. Debajo, dos diminutos pétalos laterales se abren como unas alas, dejando accesible el interior de la flor. De esta abertura emana un ligero olor a ajo, una señal de larga distancia que atrae a esos siervos alados de la Mucuna.
Los murciélagos utilizan el sonido de alta frecuencia como una herramienta. Con sus cuerdas vocales, emiten chillidos breves y veloces a través de las narinas o la boca, generando unas ondas sonoras que, al rebotar contra objetos cercanos, sus sensibles oídos son capaces de interpretar. Procesan esa información de forma rápida y continua, lo que les permite ajustar su rumbo en pleno vuelo mientras persiguen un mosquito o vuelan a toda velocidad entre los árboles.
La mayoría de los murciélagos se alimentan de insectos, y a menudo emiten sonidos potentes y de gran alcance con cada movimiento ascendente de las alas. Los nectarívoros producen un sonido tenue, aunque muy sofisticado, que los científicos llaman de frecuencia modulada. Esta clase de sonidos priorizan los detalles por encima de la distancia.
Más efectivos dentro de un radio de unos cuatro metros, devuelven información precisa sobre el tamaño, la forma, la ubicación, la textura, el ángulo y la profundidad del objetivo, así como otras características que solo los murciélagos nectarívoros son capaces de interpretar.
De noche, en el gran salón de baile de Mucuna, en La Selva, la forma cóncava de esos pétalos-faro funciona como un espejo: recibe los sonidos del murciélago y rebota la información de manera clara y diáfana. Con los ojos, las orejas y la hoja nasal apuntando directamente a ese pétalo, el mamífero volador se lanza veloz a la flor para fundirse con ella en un abrazo.
El acoplamiento es perfecto. El murciélago introduce la cabeza en la abertura, engancha los pulgares en la base del pétalo-faro, pliega la cola y levanta rápidamente los pies. Sujetándose en lo alto de la flor, introduce el hocico en la hendidura de la cual emana el olor a ajo. Su larga lengua dispara un interruptor oculto que abre la quilla de la flor. Mientras lame el néctar, las anteras emergen de la quilla y rocían con polen dorado el diminuto trasero del animal.
¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! Diez flores detonadas y vaciadas de su néctar, y los murciélagos desaparecen. Su rápido metabolismo y exigua dieta de agua azucarada no les permite perder el tiempo. Deben visitar varios cientos de flores cada noche.
El murciélago nectarívoro ha evolucionado en una especie de alianza beneficiosa con ciertas familias de plantas con flores, una relación que los biólogos denominan quiropterofilia: de quirópteros, orden al que pertenecen los murciélagos, y philia, «amor» en griego. Pero la suya no es una historia de amor. Las razones de esta relación son los principios fundamentales de la vida: la supervivencia y la reproducción.
El intercambio de néctar por polinización es una transacción delicada que presenta un dilema para la planta. Conviene que sea parca con su néctar para que el murciélago visite otras flores. Pero si es demasiado tacaña, el animal dejará de ofrecerle sus servicios. En el transcurso de los milenios, las plantas polinizadas por murciélagos han desarrollado una solución ingeniosa: evitan el problema de la cantidad de néctar (además de la calidad) facilitando la tarea a sus polinizadores.
Así, las plantas de floración nocturna están siempre en lugares expuestos al paso de los murciélagos y lejos de los escondites de depredadores arbóreos como las serpientes arborícolas y las zarigüeyas. Realzan el aroma de sus flores con compuestos de azufre, que son percibidos a larga distancia y resultan irresistibles para los murciélagos nectarívoros. (Aunque no para los humanos: el olor de estas plantas se ha descrito como repugnante, similar al de la col, el ajo, la leche agria, la orina, las emanaciones de la mofeta, e incluso al de un cadáver.) Mucuna y otras plantas en particular van un paso más allá. Sus flores adoptan formas concretas para que los murciélagos las encuentren mediante ecolocación.
Hasta 1999 nadie sospechaba que las plantas se sirvieran de su propia forma para reverberar el sonido y facilitar a los murciélagos la búsqueda de alimento. Aquel año los biólogos Dagmar y Otto von Helversen, de la Universidad de Erlangen, en Alemania, estaban estudiando la acústica de los murciélagos de La Selva. Dagmar advirtió que el pétalo superior de Mucuna tenía un parecido sorprendente a un radiofaro: una señal acústica distintiva, el equivalente auditivo de la luz de un faro. Pruebas de campo con estandartes de Mucuna modificados apoyaron su teoría.
Tras realizar esta observación, los Von Helversen llevaron a cabo en su laboratorio de Erlangen un estudio más amplio sobre la acústica de las flores con una colonia de murciélagos cautivos. Bajo la supervisión de la pareja, Ralph Simon, estudiante universitario y ayudante de investigación, adiestró a los animales para que bebiesen el néctar de unos comederos artificiales con formas diversas y colocados al azar. Los que eran redondos y huecos resultaron ser los más fáciles de localizar para los murciélagos.
Posteriormente Simon encontró esas formas en la naturaleza, entre ellas, una hoja con aspecto de antena parabólica suspendida sobre una flor, que vio por primera vez en una revista. Intrigado, viajó a Cuba, donde se había fotografiado la flor. Una noche, en la selva, el científico observó exultante que se confirmaban sus suposiciones: unos murciélagos bebían el néctar mientras la flor los rociaba de su dorado polen.
¿Realmente una hoja con forma de reflector parabólico ayuda al murciélago a encontrar la flor más fácilmente? De vuelta en el laboratorio, Simon descubrió que si colocaba una réplica de la hoja cóncava encima del comedero, se reducía a la mitad el tiempo que el murciélago tardaba en localizar la flor; con la réplica de una hoja plana, sin modificar, el tiempo era casi el mismo que el empleado en un comedero sin hoja.
«Una hoja normal, plana, solo “refleja” el sonido una vez, cuando este rebota sobre ella –explica Simon–, pero la que tiene forma cóncava devuelve los ecos de manera potente, múltiples veces y con un ángulo bastante amplio cuando el murciélago se acerca. Es como una radiobaliza, porque produce un eco con un timbre único que resalta lo mismo que una flor de vivos colores entre el verde de la vegetación.»
A continuación Simon fabricó una cabeza de murciélago robótica. Montó un pequeño altavoz ultrasónico y dos receptores en el triángulo formado por la nariz y las orejas del robot. A través de la nariz, disparó una serie de sonidos complejos de frecuencia modulada (como los que emite un murciélago nectarívoro) en dirección a unas flores pegadas a una plataforma rotatoria y grabó los ecos resultantes en las orejas electrónicas del robot. De ese modo pudo recopilar las diferentes «firmas acústicas» de 65 especies de plantas polinizadas por murciélagos. Cada una de las flores que Simon examinó tenía una huella acústica distintiva y única.
Simon descubrió que las flores que atraen a los murciélagos tienen en común varias adaptaciones sonoras. Todas presentan una superficie cerosa, altamente reflectante del sonido, y sus tamaños y formas son muy parecidos. Con la firma acústica de 36 flores de 12 especies como parámetro de comparación, Simon (a esas alturas, ya doctor Simon) desarrolló un programa informático capaz de clasificar 130 flores nuevas basándose únicamente en el sonido. El programa confirmaba algo que los murciélagos saben desde hace tiempo: algunas flores hablan su idioma.
¿Por qué se esfuerzan las plantas en atraer y recompensar a los murciélagos? «Es porque son unos polinizadores sumamente efectivos –responde Simon–. Les merece la pena.»
Un estudio de 2010 del ecólogo evolutivo Nathan Muchhala, de la Universidad de Missouri-Saint Louis, que comparaba colibríes y murciélagos nectarívoros de Ecuador, determinó que, de media, los murciélagos distribuyen una cantidad de granos de polen diez veces superior que sus equivalentes aviares. Y que transportan esa carga a largas distancias. Se cree que los colibríes entregan el polen en un radio de unos 200 metros.
Leptonycteris curasoae, el murciélago nectarívoro que transporta el polen a mayor distancia, busca comida en un radio de hasta 50 kilómetros de su dormidero. Para las plantas de los bosques tropicales, que a menudo están dispersas dada su baja densidad, la amplia área de acción del murciélago es muy beneficiosa. Esta polinización a larga distancia es cada vez más importante a medida que los bosques se fragmentan debido a la deforestación.
En la década de 1790, el biólogo italiano Lazzaro Spallanzani fue ridiculizado por sugerir que los murciélagos usan el oído para ver en la oscuridad. A finales de la década de 1930, los científicos descubrieron cómo lo hacen. Hoy, 75 años más tarde, sabemos que como complemento a la capacidad de los murciélagos de «ver» a través del sonido, las plantas han adaptado sus flores para ser «oídas», volviéndose tan obvias para el oído del murciélago como las coloridas flores diurnas para la vista de sus polinizadores. En interacciones tan complejas como esta se revela la magia más profunda de la naturaleza.