Seguramente ningún actor no gubernamental cuenta con tanto poder en la vida social como la Iglesia Católica. En nuestro país, según diversas mediciones, un promedio de 85% de las personas se reconocen como miembros de esta, la comunidad cristiana más grande del mundo.
Pero la influencia del catolicismo se cimienta en algo más que el número de sus feligreses, pues se articula a través de una estructura territorial amplísima que en ciertas regiones tiene más peso y contacto con el pueblo mexicano que la autoridad secular, debido a que está constituida no solo por iglesias y parroquias, sino también por albergues, hospitales, escuelas y comedores comunitarios.
Por ello, incluso desde un punto de vista laico, no se puede dejar de reconocer que la vida del mexicano está marcada por esta, la red solidaria más grande del país.
Es por ello que resulta tan importante para el sentido comunitario de nuestro pueblo la revolución que está conduciendo el papa Francisco.
Primero cimbró a sectores altamente conservadores con su ya famosa declaración “quién soy yo para juzgar a los homosexuales”, palabras que al ser dichas por el Obispo de Roma conllevan un llamado a la tolerancia y la empatía de gran peso para cientos de millones de personas.
Menos mediática pero igualmente poderosa fue su conminación a no centrar el debate en los temas polémicos (como el matrimonio entre homosexuales o el aborto), sino a concentrarse en aquellos asuntos en los que sí estamos de acuerdo como sociedad. Así se señaló el camino de concertación y diálogo por el cual podremos avanzar con mayor rapidez y unidad.
Ahora, en un nuevo acto de gran simbolismo a los que nos está acostumbrando este papado, Francisco destituyó al alemán Franz Peter Tebartz-Van Elst, apodado “el obispo del lujo”, quien fuera señalado por gastar unos 40 millones de dólares en renovar su residencia. Más que buscar acallar el escándalo y “lavar la ropa sucia en casa”, el Papa optó por sacarlo a la luz de manera transparente y aplicar un escarmiento ejemplar.
Además, en congruencia con su gesto de cambiar el tradicional trono del Vaticano por un austero sillón blanco, Francisco ordenó convertir la millonaria mansión del obispo alemán en un comedor y albergue para los más necesitados.
Para darse cuenta de la trascendencia de estos cambios no hay que reconocerse católico, mucho menos abandonar la visión laica que debe imperar en nuestra república. Lo que implica es darse cuenta de que uno de cada 8 mexicanos está recibiendo mensajes destinados no a su actuar como ser político, pero sí a su conciencia comunitaria.
Esperemos que así como tras la caída del Imperio Romano la Iglesia Católica se volvió la gran promotora de la unidad de Europa, sea capaz de superar sus profundos yerros (por ejemplo el pésimo manejo de los abusos sexuales por partes de sacerdotes o el papel al que se relega a la mujer dentro de sus estructuras) para potenciar su capacidad de influir positivamente promoviendo justo los valores que hacen falta a nuestra sociedad: la tolerancia, la solidaridad, la transparencia y el rechazo a la corrupción.
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