Las barcazas que surcan las aguas del Gran Canal no tienen nombres originales, ni sirenas como mascarón de proa, ni frases cursis pintadas en la popa.
En lugar de eso llevan un simple código de letras y números estampado en un costado, como la marca a fuego de una res.
Una actitud tan poco sentimental podría sugerir que son insignificantes, pero las barcazas del Gran Canal llevan 14 siglos vertebrando un país y propiciando el transporte de cereales, soldados e ideas entre el corazón económico del sur y las capitales políticas del norte de China.
En las afueras de la ciudad norteña de Jining, Zhu Silei –el viejo Zhu, como lo llama todo el mundo– encendió los dos motores diésel de la Lu-Jining-Huo 3307, su flamante barcaza.
Eran las 4.30 de la madrugada, y el viejo Zhu tenía la esperanza de adelantarse a las demás tripulaciones, todavía entretenidas con las anclas.
Pero cuando miré hacia la orilla, advertí que los árboles habían dejado de moverse. Al mirar por la otra ventanilla me sorprendió ver que nos superaban otras barcazas. Justo entonces la radio chisporroteó, como si volviese a la vida.
«Viejo Zhu, ¿qué pasa contigo? –dijo un capitán entre risas–. ¡Estás atorado!»