Los leones son unos animales complicados, criaturas magníficas para observarlas a distancia pero temibles para la población rural obligada a convivir con ellos. Son dueños y señores de la sabana salvaje, pero enemigos de la ganadería e incompatibles con la agricultura. Así pues, no es de extrañar que su estrella haya declinado a medida que avanzaba la civilización humana.
Al menos en tres continentes quedan huellas de los días de gloria de los leones y de su declive. La cueva de Chauvet, en el sur de Francia, está repleta de vívidas pinturas de la fauna del paleolítico que prueban que los leones convivían con los humanos en Europa hace 30.000 años. Según el Libro de Daniel, había leones acechando en las afueras de Babilonia en el siglo VI a.C., y está documentada su presencia en Siria, Turquía, Iraq e Irán hasta los siglos XIX y XX. Durante este largo declive, únicamente África ha seguido siendo para ellos un lugar seguro, su bastión.
Pero eso también ha cambiado. Los nuevos estudios y estimaciones indican que el león ha desaparecido del 80 % de su área de distribución africana. Nadie sabe cuántos sobreviven hoy en África (¿unos 35.000 quizá?), porque no es fácil hacer un recuento de los ejemplares en el medio natural.
Aun así, los expertos coinciden en que el número total ha caído significativamente en los últimos decenios. Las causas son muchas: pérdida y fragmentación del hábitat; caza furtiva de sus presas; trampas para cazar otras especies; desplazamiento de sus presas habituales como consecuencia de la expansión de la ganadería; enfermedades; lanceamiento o envenenamiento como represalia por las pérdidas de animales domésticos o por los ataques contra humanos; matanzas rituales (sobre todo dentro de la tradición masai), y caza deportiva insostenible, practicada especialmente por estadounidenses ricos.