A finales de los años 70, del siglo pasado, la profesión me llevó a vivir, trabajar y estudiar, en la Ciudad de México y en sus alrededores. Fueron años de importantes y valiosas experiencias. Ya desde antes había realizado estudios avanzados, tanto en la capital del país como en el extranjero. Había que compartir los conocimientos adquiridos y ampliarlos mediante la práctica. Tuvimos la maravillosa oportunidad de recorrer un buen número de ciudades de nuestra república y de convivir con cientos de profesores de Inglés de diversos estados. El aprendizaje fue recíproco. ¡Fueron más de diez años de gloria!
Durante ese tiempo y por siempre, Oaxaca siempre ha estado presente en mi diario vivir y hacer. Nuestro arraigo a la tierra y nuestra cercanía a la familia han sido muy fuertes. Con mucha frecuencia manejaba o volaba, para estar aunque fuera por unas horas en “mi territorio”. Todos los seres humanos tenemos un círculo en el que nos movemos. Algunos tenemos un concepto de territorialidad muy amplio. Otros lo restringen desde sus primeros años de vida. Los estudios y el trabajo influyen en ambos casos. Las lecturas y el trato con las personas, desde la niñez, son determinantes para fijar su propio “territorio”. La facilidad o dificultad para comunicarse con los demás, también es un factor determinante. El manejo de más de un idioma, contribuye de manera sumamente importante para ampliar mucho las expectativas de comunicación.
Pues bien, en aquellos años, no había reparo en manejar más de media noche de viernes, para llegar en la madrugada a la bellísima, preciosa, Oaxaca. En los meses de noviembre a enero, algunas veces, solía continuar el viaje, por la misma vía, sin “pegar los ojos” un segundo, para alcanzar a mi padre y a un pequeño grupo de familiares muy cercanos, en alguna montaña de la Costa o de le región del Istmo. Había que aprovechar la temporada y utilizar los permisos de caza. Caminar desde el amanecer hasta el filo de la tarde, bajo un sol candente y regresar caminando por la arena de la playa, en ocasiones cargando una preciosa presa, era una experiencia inolvidable. Solamente realizándolo se puede valorar.
El dos de noviembre de cada año. Era imprescindible estar en Oaxaca, en la ciudad y sus alrededores. Aunque en aquellos venturosos años, casi no teníamos difuntos “que festejar”, pues la familia nuestra aún estaba completa y muy feliz, nos atraía como a miles de oaxaqueños radicados en la enorme Ciudad de México, el mole, el chocolate y el “pan de muerto”. En muy pocos estados de la república se come igual que en Oaxaca. Una tortilla “enmolada”, un pedazo de pan de yema, remojado en chocolate…atrapan a cualquiera que tenga la dicha de saborearlos. Y si se trata de la comida del medio día, un plato completo de mole negro, colorado, amarillo o de cualquiera de los “siete moles”, es suficiente para desear estar o regresar a Oaxaca siempre que la vida lo permita.
En este año, al igual que desde hace doce, nosotros también “esperamos a nuestros fieles difuntos”, que ahora ya son varios. Primero, uno de mis hermanos. Se fue cuando estaba en plenitud. ¡Luego mi padre! ¡Después mi madre! ¡Recuerdos imborrables!