El concepto de infancia entre las culturas prehispánicas y colonial tuvo modificaciones diversas; mientras en la cosmovisión mexica a los niños se les consideraba “un regalo de los dioses”, durante el virreinato la niñez variaba de acuerdo con el grupo social, y de ello dependía el tipo de actividades que el menor realizaba.
En el libro Muleke, negritas y mulatillos. Niñez, familia y redes sociales de los esclavos de origen africano en la Ciudad de México, siglo XVII, la autora, Cristina Masferrer, señala que la infancia se ha entendido de distintas maneras a lo largo de la historia y en diferentes contextos culturales.
El volumen, editado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), se centra en la esclavitud infantil en la Nueva España, particularmente de los niños de origen africano. También ofrece un panorama de la infancia en la cultura mexica, a partir del estudio de Alejandro Díaz Barriga Cuevas, autor de Niños para los dioses y el tiempo. El sacrificio de infantes en el mundo mesoamericano.
El estudioso refiere que niños y niñas eran vitales para la cosmovisión mexica. Se les consideraba “un regalo de los dioses, comparados con los mayores bienes y objetos valiosos, y se creía que habían sido formados en el más alto de los cielos”. Eran vistos como “intermediarios entre los hombres y las deidades de la lluvia y los mantenimientos, así como regeneradores del tiempo cíclico”; por ello, al sacrificarlos se ofrecía lo más preciado que aseguraría “la continuidad de la vida y la regeneración del grupo”.
Su integración a la sociedad mexica, en el periodo Posclásico Tardío (1200-1521 d.C.), se lograba a partir de palabras y castigos cuyo objetivo era que los niños se comportaran de acuerdo con las normas del grupo y a lo esperado de su edad y sexo.
Al nacer, la partera le dirigía palabras de bienvenida. Al cuarto día celebraban una ceremonia que incluía un baño y la colocación de objetos. Si era niño, acomodaban un elemento relacionado con el oficio del padre y, junto con su cordón umbilical, se enterraba en un campo de batalla; si era niña, sepultaban junto al hogar su cordón umbilical, una rueca, una cesta pequeña y un manojo de escobas. Sus actividades y castigos a que se hacían merecedores dependían de su sexo y edad, refiere Díaz Barriga.
En el texto “La ciudad, la gente y las costumbres”, del libro Historia de la vida cotidiana en México, el investigador Pablo Escalante señala que durante la época prehispánica “la manutención de huérfanos y viudas, así como la asistencia a las familias que pasaban por alguna situación difícil, eran responsabilidades que el barrio asumía”.
En las sociedades prehispánicas, la esclavitud tuvo características distintas a la practicada en el virreinato; así, un niño era esclavizado si su padre lo calificaba de incorregible, desobediente, desvergonzado, y “no le aprovechaban amonestaciones ni consejos”. Además, si los padres tenían más de cinco hijos, podían vender a alguno por hambruna o necesidad, y era posible recuperarlo al devolver el costo.
Masferrer retoma los estudios de Susan Kellog respecto de la conceptualización de la familia mexica, basada en una unidad multifamiliar o de familia compleja, que podía incluir varias parejas de personas casadas que habitaban el mismo conjunto habitacional.
La llegada de los europeos provocó importantes cambios en los grupos domésticos mexicas. A lo largo de los siglos XVI y XVII, las familias tenochcas disminuyeron de tamaño y complejidad estructural, y hubo una tendencia mayor a establecerse como núcleos formados por padres e hijos. A finales del siglo XVIII, había un porcentaje de niños y adolescentes españoles (menores de 16 años) de 34.7%, y de 41% para las castas.
A los seis años de edad, a las niñas se les enseñaba costura, tejido y bordado, y ocasionalmente lectura y escritura. En cambio, los niños aprendían a leer distintos tipos de letra, a sumar, restar, multiplicar y dividir, ya fuera en alguna escuela o con maestros particulares en sus propias casas. El aprendizaje de la gramática latina era prerrogativa de los varones; también había internados de mendicantes, a los cuales sólo ingresaban quienes tuvieran la oportunidad de profesar más adelante.
En el siglo XVII, en el Colegio de San Juan de Letrán se criaban niños huérfanos y se les impartía la educación básica; aprendían lectura, escritura y cuentas, memorizaban el catecismo y se entrenaban en disciplina escolar, el silencio, la obediencia y la quietud. En los conventos e iglesias no sólo había adultos, también niños y niñas, quienes no siempre vivían con sus padres. La enseñanza de la música tenía un papel privilegiado, a tal punto que las iglesias disputaban quién atraía más gente con las niñas a su cargo.
Con relación a los niños y niñas de origen africano, que heredaban la esclavitud desde el vientre materno, vivieron experiencias de sujeción, abandono, sometimiento, maltratos, y también oportunidades de sobrevivencia, participación y libertad.
Según el historiador Paul Lovejoy, entre 1660 y 1699, 11% de los africanos transportados a América eran niños, y en los siglos siguientes la proporción se incrementó notoriamente. Los niños menores de 5 años costaban 170 pesos en promedio, y los de 6 a 10 años casi 250 pesos. Las niñas, entre 6 y 10 años se vendían en promedio en poco más de 200 pesos, y a partir de esa edad su valor iba aumentando conforme iban creciendo.
Además del trabajo doméstico que realizaban, fueron utilizados en los gremios de artesanos y colegios, conventos o iglesias, y como mano de obra en haciendas agrícolas y ganaderas, en las minas o puertos de varias regiones de la Nueva España, como Veracruz, Guerrero, Oaxaca, Guanajuato, Taxco, Morelos o Michoacán. “Estos niños y niñas, capaces de recuperarse frente a la adversidad, contribuyeron desde distintos ámbitos en la construcción de la sociedad novohispana”, concluye Cristina Masferrer