Treinta y cuatro años antes de que esta revista saliera a la luz, Søren Kierkegaard profetizó con amargura la banalización del arte de la fotografía, por entonces en plena fase de popularización. «Con el daguerrotipo, todos podrán hacerse retratar –observó, antes solo lo hacían los notables–, y al mismo tiempo todo se confabula para que todos tengamos idéntico aspecto, de modo que solo necesitaremos un retrato.»
National Geographic Society no se propuso probar que la tesis del filósofo danés era cierta, al menos en un principio. Su misión era explorar, y las páginas en blanco y negro de su boletín oficial no eran precisamente un festival para la vista. Pasarían años antes de que los exploradores de National Geographic empezaran a utilizar la cámara como herramienta para regresar de sus expediciones con lo que hoy es marca de la casa: fotorreportajes capaces de modificar percepciones y, en el mejor de los casos, cambiar vidas.
Al sustraer del espacio y el tiempo una preciosa partícula del mundo y presentarla en absoluta inmovilidad, una fotografía magistral puede revolucionar nuestro mundo, hacerlo visible en sus muchas facetas, hasta el punto de que a partir de ese momento nunca lo veamos igual. Al fin y al cabo, y también en palabras de Kierkegaard, «la verdad es una trampa: el único modo de llegar a ella es dejarse atrapar».
Hoy la fotografía es una vorágine planetaria de instantáneas. Cada minuto se cuelgan en la red millones de fotos. Por ello, todo el mundo es susceptible de ser fotografiado en cualquier momento, y todo el mundo lo sabe. Y en esta «terra infirma» hiperigualitaria en la que todo el mundo tiene una cámara, casi orwelliana y obsesionada por las fotos, siguen descollando los fotógrafos de National Geographic. La razón de que sus trabajos destaquen del resto no es solo por las decisiones personales (usar una lente determinada para una iluminación concreta y para un momento dado) que se traducen en un estilo propio, sino porque sus mejores imágenes nos recuerdan que una fotografía puede hacer muchísimo más que simplemente documentar, congelar un momento y guardarlo para la historia: consigue transportarnos a mundos nunca vistos.
Cuando digo que trabajo en esta revista mis interlocutores abren los ojos como platos, y me preparo para el anticlímax que viene a continuación cuando puntualizo: «escribiendo textos». El fotógrafo de National Geographic es la personificación del cosmopolitismo y la sofisticación, el afortunado que viaja por el mundo y contempla sus bellezas y que tiene un trabajo que cualquiera soñaría. Sí, he visto Los puentes de Madison. Pero por mi trabajo he pasado muchas horas con fotógrafos de la Geographic, y lo que he visto es mucho que admirar y nada que envidiar. Su vocación es el empeño denodado de contar una historia a través de imágenes trascendentes, pero su cruz es una letanía cotidiana de obstáculos (penalizaciones por exceso de equipaje, inclemencias meteorológicas, el no por respuesta) salpicada de desastres (huesos rotos, malaria, encarcelamiento). Lejos de casa durante meses –perdiéndose cumpleaños, vacaciones, festivales escolares–, a veces se descubren a sí mismos en el papel de embajador no grato en países hostiles a Occidente. O se pasan una semana encaramados a un árbol. O se comen un plato de insectos para cenar. Y ya que estamos, permítanme añadir que Einstein, que hacía mofa de los fotógrafos llamándoles Lichtaffen («monos atraídos por las luces»), no tenía que levantarse a las tres de la mañana para trabajar. No confundamos nobleza con glamour. Lo que me deja atónito, casi tanto como sus imágenes, es la capacidad de mis colegas de pasar mil penurias sin quejarse.
Y es que cualquiera diría que les encanta. La seducción de la cámara los hizo salir de sus respectivos entornos (una pequeña ciudad de Indiana o de Azerbaiján, una sala de aislamiento de enfermos de polio, el ejército sudafricano), y con el tiempo su obra ha terminado reflejando pasiones bien diferenciadas: el conflicto humano y las culturas que desaparecen, los grandes felinos y los insectos minúsculos, el desierto y el mar. ¿Qué tienen en común los fotógrafos de National Geographic? La pasión por lo desconocido, la valentía de reconocerse ignorantes y la sabiduría de admitir que, en palabras de uno de ellos, «la fotografía no se toma: se te da».
Sobre el terreno he visto a algunos compañeros fotógrafos pasarse días, incluso semanas, sentados junto a los protagonistas de sus imágenes, limitándose a escuchar qué tenían que decir, a descubrir qué tenían que enseñar al mundo, antes de llevarse la cámara al ojo. Nuestros fotógrafos han pasado años literalmente inmersos en los mundos remotos de los pastores sami, de las geishas japonesas, de las aves del paraíso de Nueva Guinea. El fruto de su compromiso se aprecia en sus fotografías. Lo que no se ve es su sentido de la responsabilidad para con aquellos que se atreven a confiar en un desconocido y abrirle las puertas de su universo íntimo. Dar la espalda a la manipulación gráfica y concebir la fotografía como una empresa de colaboración entre dos almas, cada una a un lado de la lente, es un método infinitamente más lento y arriesgado.
La conciencia es otro rasgo común de nuestros fotógrafos. Recrearse en la belleza de las focas que nadan en el golfo de San Lorenzo es también constatar la fragilidad de su hábitat: decenas de crías ahogadas debido a la fusión del hielo, una consecuencia directa del cambio climático. Ser testigo de los horrores de la guerra en la región aurífera de la República Democrática del Congo es también vislumbrar un atisbo de esperanza: si muestras a los comerciantes de oro suizos lo que han conseguido con su especulación, quizá dejen de comprar el mineral precioso.
Al final, estos 125 años demuestran que Kierkegaard acertaba y erraba al mismo tiempo. Las imágenes de National Geographic han revelado un mundo en absoluto uniformizado sino de una diversidad asombrosa. Pero también, y cada vez más, han dado fe de la existencia de sociedades, especies y paisajes en peligro por nuestro afán homogeneizador. No es raro que a los exploradores actuales de la revista se les encargue fotografiar lugares y criaturas que dentro de una generación quizá solo sobrevivan en estas páginas. ¿Cómo cerrar los ojos a esta realidad? Si mis colegas padecen una adicción colectiva, esta es la de utilizar el alcance y la influencia formidables de esta emblemática revista para ayudar a salvar el planeta. ¿Suena engreído? Pregunten a los comerciantes suizos. Cuando vieron las imágenes de Marcus Bleasdale expuestas en Ginebra, dejaron de adquirir oro congoleño casi en el acto.
Huelga decir que todo fotógrafo profesional espera tomar La Fotografía con mayúsculas, esa conjugación perfecta de ocasión y talento que se da una vez en la vida y que eleva la imagen directamente al panteón fotográfico, donde, entre otras, figuran la instantánea de Iwo Jima tomada por Joe Rosenthal, la de Bob Jackson que capta el momento en que Jack Ruby abate a Lee Harvey Oswald, y los retratos a todo color del planeta Tierra que debemos a los astronautas del Apolo 8. Pero la misión de los fotógrafos de la Geographic no es plasmar los grandes acontecimientos de la historia. La imagen más emblemática de todas cuantas han llenado estas páginas no es de ningún personaje ni hecho histórico, sino de Sharbat Gula, una niña afgana que rondaría los 12 años cuando en 1984 el fotógrafo Steve McCurry se topó con ella en un campo de refugiados de Pakistán. Lo que sus intensos ojos verdes hicieron saber al mundo desde la portada del número de junio de 1985 jamás podría haberlo comunicado un millar de diplomáticos y trabajadores humanitarios. La penetrante mirada de la niña afgana se grabó a fuego en nuestro subconsciente colectivo e hizo que el desentendido mundo occidental frenase en seco. Era la trampa de la verdad. La conocimos al instante, y ya no pudimos seguir viviendo despreocupados.
McCurry creó este retrato inmortal mucho antes de la proliferación de Internet y la invención del smartphone. En un mundo aparentemente anestesiado por la avalancha diaria de imágenes, ¿podrían todavía aquellos ojos abrirse paso entre la confusión y decirnos algo importante sobre nosotros mismos y sobre la belleza amenazada del mundo que habitamos? Creo que la respuesta salta a la vista.