Barack Obama no se rinde. Tras la derrota de su partido, el demócrata, en las elecciones legislativas de la semana pasada, partidarios y detractores del presidente esperaban un gesto de contrición. Un mea culpa, un «me he equivocado», un «cambiaré». Nada de esto. El presidente de Estados Unidos ha iniciado la nueva etapa —los dos últimos años de su presidencia— con una batería de iniciativas que indican que se resiste a convertirse en un pato cojo -según nota de El PAÍS-.
En la jerga de Washington, el pato cojo es el presidente que se acerca al final de su mandato y que, sin aliados ni capacidad para intimidar a los rivales, ve reducida su capacidad para gobernar. En las legislativas, el Partido Republicano, que controla la Cámara de Representantes desde 2011, conquistó la mayoría en el Senado, hasta ahora bajo dominio del Partido Demócrata. Comentaristas y legisladores sentenciaron al presidente: era un pato cojo. Pero, como ironizaba ayer The New York Times, a Obama «nadie parece haberle comunicado la noticia».
La semana empezó con la difusión de un mensaje grabado en el que Obama presiona a la autoridad que regula las comunicaciones para que preserve la llamada neutralidad en la Red. Es decir, para que impida que las grandes empresas creen un Internet de varias velocidades cobrando más dinero a cambio de comunicaciones más rápidas. Se juegan, en este debate, las reglas de una Red abierta y democrática. Legisladores republicanos han denunciado la voluntad reguladora de la Administración demócrata.
La segunda acción de Obama esta semana fue la serie de acuerdos con China: militares, comerciales y medioambientales. Los acuerdos indican que el giro a Asia —uno de los pilares de la política exterior del presidente— sigue vigente, a pesar de la distracción que en el último año han supuesto la guerra contra el Estado Islámico en el Oriente Próximo y las tensiones con Rusia por Ucrania.
Marcan el tono del fin de mandato del presidente, más centrado en la política exterior, donde dispone de un mayor margen de maniobra, que en la política interior, donde el Congreso dispone de la llave del bloqueo. Y plantean un desafío al Partido Republicano: el acuerdo sobre el cambio climático de Obama con su homólogo chino, Xi Jinping, no requiere en principio el visto bueno del Congreso, y compromete a EE UU en la lucha contra el cambio climático, una realidad cuya validez científica cuestionan algunos legisladores republicanos.
La derecha se plantea ligar el debate migratorio a los presupuestos
Obama todavía no ha regresado de su gira por Asia y Oceanía, pero las filtraciones sobre el inminente plan para frenar la deportación de un número indeterminado de inmigrantes sin papeles han abierto otro frente con el Partido Republicano. El Congreso ha bloqueado durante años las propuestas sobre una ley migratoria. La alternativa es imponer la reforma por decreto, sin pasar por el poder legislativo. En los próximos días o semanas, el presidente presentará las medidas.
La inmigración toca un nervio sensible en un país de inmigrantes. Es una cuestión de identidad —¿qué significa ser estadounidense?— y de poder: ¿cómo construir mayorías políticas sin el apoyo de las minorías más pujantes, como los hispanos?
Pero también es un arma en la versión más tacticista de la política. Los republicanos entienden esta iniciativa como una provocación. Y lo es. Porque obligará a la derecha a presentar una propuesta alternativa de reforma migratoria o, si la reacción en contra del plan de Obama es virulenta, a arriesgarse a ahondar en la imagen de partido alejado de los intereses de los hispanos, lo que puede salirles caro en elecciones futuras.
Las divisiones en la derecha sobre cómo reaccionar a la regularización de sin papeles empiezan a aflorar. Se escuchan voces a favor de ligar el debate sobre la inmigración al debate presupuestario, un movimiento que puede acabar en un cierre de la Administración federal como el que ocurrió en 2013. Algunos comentaristas hablan de impeachment, de un proceso de destitución por abuso de poder.
Los líderes de la derecha —John Boehner, speaker de la Cámara de Representantes, y Mitch McConnell, líder in péctore de la mayoría en el Senado— prefieren usar los poderes del Congreso para erosionar poco a poco las políticas del presidente, pero sin gesticulaciones que espanten a los votantes moderados. Obama, el pato cojo, ha retomado la iniciativa. Cree tener tiempo para modelar su legado antes de abandonar el poder en enero de 2017.
Según su lectura de los resultados electorales, la derrota del Partido Demócrata no fue un repudio directo de las políticas del presidente. Existen dudas de que la victoria entregase a los republicanos un mandato electoral definido. La participación fue del 37%, la más baja en unas elecciones de medio mandato desde 1942. La nueva mayoría en el Senado es exigua: 53 de 100 senadores. Y el Partido Republicano no se presentó, como había hecho en las elecciones de 1994, con un programa de gobierno definido. Es difícil adivinar un mensaje claro de los votantes.
De ahí que Obama se niega a actuar como Bill Clinton tras perder en las legislativas de 1994 ni como George W. Bush en 2006: no hay indicios, 10 días después de las elecciones, de que vaya a cambiar el rumbo. La polarización de los últimos años en Washington continúa. Business as usual. Todo sigue igual.