No hay duda de que las construcciones que identifican mejor el paisaje del antiguo Egipto son las pirámides y los obeliscos.
De hecho, se trata de monumentos de naturaleza muy similar. Ambos estaban pensados para impresionar por su altura y durar eternamente; su construcción requería una inversión extraordinaria en mano de obra y exigía un vasto despliegue de ingeniería; y estaban cargados de símbolos y mensajes religiosos y políticos. Los europeos quedaron fascinados por las pirámides y los obeliscos, pero estos últimos tenían la ventaja de ser «transportables». Con ello, la rapiña de los occidentales y la liberalidad de algunos gobernantes egipcios permitieron que diversos obeliscos acabasen como adorno de parques y plazas en Roma, Londres, París, Nueva York o Estambul.
El término «obelisco» procede del griego obelískos, diminutivo a su vez de obelós, «asta o columna apuntada». Los antiguos egipcios los llamaban tejen. Los obeliscos son pilares monolíticos –fabricados en un solo bloque de piedra–, de cuatro lados, y su forma es troncopiramidal, es decir, se estrechan ligeramente desde la base hasta la cúspide.
Su origen es el mismo que el de las pirámides; no por casualidad estaban coronados por una pequeña pirámide o piramidión, llamada por los egipcios benben. Ésta es una representación estilizada de la colina primigenia de la mitología egipcia, el montículo que surgió durante el nacimiento del mundo y en el que se crearon los dioses y los seres vivos cuando aún no existía nada. Esta leyenda se desarrolló en la ciudad de Heliópolis, donde se veneraba al Sol y se rendía culto a la piedra benben desde el período Tinita (3065-2686 a.C.).
Quizás en su origen esta piedra fue un meteorito caído del cielo, que adquirió carácter sagrado porque provenía de la esfera de los dioses. En los Textos de las pirámides, el jeroglífico que representa al benben es un piramidión completo o truncado, una escalera doble o sencilla, o un promontorio de borde redondeado; en todos los casos aparece como un elemento que se eleva de la tierra al cielo y que sirve de conexión entre ambos mundos. El benben simbolizaba el proceso por el cual los rayos solares, que dan la vida, caen sobre la tierra y la fertilizan. Por ello, en el piramidión se inscribían símbolos solares y figuras del rey protegido por el dios solar Re o Amón-Re.
Los mensajes simbólicos de los obeliscos no se limitaban al piramidión. Sobre los cuatro lados del monolito se grababan inscripciones jeroglíficas, que incluían una dedicatoria a los dioses y los nombres y títulos del faraón. A través de estos textos, el monarca quedaba unido a la divinidad y mediaba entre los hombres y los dioses. En el año 390 d.C., el emperador romano Teodosio I llevó a Constantinopla (la actual Estambul) el obelisco de Tutmosis III, donde se lee que este rey: «Mandó erigir muchos grandes obeliscos de granito, con su piramidión de electro, como monumento para su padre el dios Amón, para que done vida eternamente como Re».
Asimismo, la base del obelisco podía estar adornada con babuinos, animales asociados con el Sol a causa de los gritos que profieren al amanecer y al anochecer, y que se interpretaban como un homenaje al astro rey. Así lo vemos en el obelisco de Ramsés II que todavía permanece en pie ante la entrada monumental del templo de Luxor.
Templos solares y obeliscos
Según las fuentes antiguas, algunos obeliscos estuvieron cubiertos de oro o de una aleación de oro y plata, el electro–como el de Tutmosis III, según hemos visto–. Con todo, lo más probable es que simplemente se forrara el piramidión que lo coronaba con chapa de oro. El uso de este metal se debe a su perdurabilidad y a su relación con los dioses, cuya carne, según los egipcios, estaba hecha de esta materia. El oro, además, tenía una relación especial con el sol, del color de este metal, cuyos rayos propiciaban e impulsaban la vida en la tierra.
El color de la piedra también estaba vinculado a conceptos divinos; la más usada fue el granito rojo o rosado de Asuán, en la primera catarata, también vinculado al Sol por su color.
Los obeliscos estuvieron presentes a lo largo de toda la historia de Egipto, desde el Imperio Antiguo hasta el fin de la civilización egipcia, aunque no tuvieron siempre las mismas características. En la dinastía V, los reyes Userkaf y Niuserre construyeron templos solares en Abusir, en la necrópolis menfita.
Estos edificios pueden considerarse como antecedentes del obelisco, dado que tienen una forma muy similar aunque no tan esbelta, y en lugar de estar realizados en un solo bloque de piedra estaban construidos con bloques cubiertos de piedra caliza blanca. Más tarde, en la dinastía VI, el rey Teti ordenó levantar en el templo de Heliópolis un pequeño obelisco, éste sí de piedra, pero de apenas tres metros de altura. Pepi I, por su parte, adornó la pirámide de su esposa, la reina Inenek-inti, con otro ejemplar.
Durante los imperios Antiguo y Medio, Heliópolis fue el gran centro de culto al dios solar Re, y por ello fue allí donde se construyeron principalmente los obeliscos. Por ejemplo, Sesostris I hizo levantar dos obeliscos de 20 metros de altura. Al mismo faraón se debe el curioso obelisco-estela de granito rojo que se alzaba en Abgig, en el oasis de El Fayum, de algo más de doce metros de altura. Se distingue por su extremo superior redondeado, en lugar del tradicional piramidión, aunque el simbolismo es idéntico.
Agujas de piedra para el dios Amón
En tiempos del Imperio Nuevo, Tebas se convirtió en centro de adoración del dios Amón-Re, que reunía características del dios solar Re y del dios tebano Amón. Por esta razón se levantaron allí numerosos obeliscos, sobre todo en el templo de Amón-Re en Karnak y, en menor medida, en el de Luxor. De hecho, el Imperio Nuevo fue el período álgido de la construcción de obeliscos, en el que se crearon los más bellos y altos, realizados con los materiales más diversos: granito, cuarcita, caliza, grauvaca… Su silueta aparece en papiros, relieves, pinturas, y hasta en amuletos y joyas.
Los obeliscos se erigían en los templos como un modo de señalar un lugar «sagrado». Solían disponerse por parejas ante los pilonos que flanqueaban las puertas de los recintos sagrados. De esta forma se manifestaba el aspecto dual del dios Re como el Sol y la Luna, pues los egipcios creían que el satélite era el aspecto nocturno del astro rey.
En el templo de Karnak, Tutmosis I erigió la primera pareja de obeliscos, de los cuales sólo uno se conserva en pie. En el mismo templo le siguieron dos más de Tutmosis II, dos de Hatshepsut (uno de los cuales yace junto al lago sagrado del templo) y tres de Tutmosis III. Uno de estos últimos debió de alcanzar originalmente los 33 metros, lo que lo convierte en el más alto de los que aún se conservan en pie.
Más tarde, Tutmosis IV erigió otro, al igual que Seti I, aunque el de este rey era de menor tamaño. Por su parte, Ramsés II hizo colocar un par de nuevos obeliscos ante la entrada del recién construido templo de Luxor; uno de ellos fue trasladado a Europa en 1834 y preside hoy día la plaza de la Concordia de París. El mismo Ramsés ordenó levantar otros obeliscos para las ciudades norteñas de Heliópolis y Pi Ramsés.
No se puede dejar de mencionar el famoso obelisco que no llegó a ser erigido porque se fracturó en la cantera de Asuán mientras los obreros estaban tallándolo. No se sabe con exactitud qué faraón ordenó la obra, pero sí que, de haber tenido éxito, con sus casi
42 metros de altura y un peso de 1.168 toneladas se habría convertido en el obelisco más alto e imponente de Egipto. Constituye una prueba elocuente del titánico esfuerzo que suponía tallar estos enormes bloques de piedra de una sola pieza, para luego trasladarlos mediante rampas y trineos hasta el Nilo, transportarlos en barco y colocarlos en su destino final, con un impresionante derroche de energía física, capacidad técnica y pericia artística por parte de quienes grababan las inscripciones.