Palma de Mallorca la capital balear es una ciudad de espíritu chic y trasnochador, que a la vez luce una fachada clásica con callejones medievales y edificios góticos que miran a su bahía mediterránea. Desde el puerto se inicia el paseo en los jardines de S’Hort des Rei, un vergel urbano que recrea la atmósfera morisca que un día tuvo la ciudad.
Sus fuentes, naranjos y estanques son el preludio de la Almudaina, la antigua alcazaba árabe que fue transformada en palacio gótico cuando el rey cristiano Jaume I (1208-1276) decidió convertirla en su residencia en la isla. Después de él, otros soberanos, gobernadores y capitanes la irían adecuando a los gustos de cada época. Hoy, el palacio sigue utilizándose para actos oficiales.
Siguiendo por el Passeig Dalt Murada, que discurre sobre la muralla medieval, nos acercamos a otro legado de Madina Mayurqa: los baños árabes (siglo X). Son los únicos supervivientes de los cinco que aparecen inscritos en el Llibre del Repartiment de Mallorca, el manuscrito en el que Jaume I registró las donaciones de tierras que, tras la conquista de la isla, hizo a quienes le apoyaron en la gesta. Cerca queda el Museo de Historia de Mallorca, en un palacio del siglo XVII.
El barrio histórico de Palma está presidido por la Seu, una catedral que fue diseñada para ser admirada desde el mar. En el interior del espléndido templo gótico sorprenden las paredes de cerámica de la capilla de San Pedro, que parecen derretirse. Son obra del artista Miquel Barceló (Felanitx, 1957) quien se dedicó en cuerpo –literalmente, usó sus puños– y alma durante siete largos años. En 1914, Antonio Gaudí también había hecho que los mallorquines se llevaran las manos a la cabeza ante su intervención en el templo, cuando añadió piezas como el baldaquino del altar Mayor, hoy considerado una obra genial.