En los confines de la Patagonia más salvaje, los gauchos bagualeros se enfrentan al ganado más peligroso del planeta.
Por Alexandra Fuller, enero de 2015
Esta es una historia de sangre, valentía y tradición. Como en la mayoría de las de su género, hay caballos y hombres de extraordinaria valía y modestia, y por supuesto peligrosos trances de los que pueden salir mal parados o con los pies por delante. Además, como es norma en las historias de este género, se desarrolla en un paisaje mítico de naturaleza salvaje, tan remoto que es prácticamente imposible llegar a él con los cómodos medios de transporte habituales.
Si uno sabe dónde mirar, podrá ubicar Sutherland en un mapa topográfico: un dedo de tierra que se adentra en el seno Última Esperanza, en el sur de la Patagonia chilena. Pero allí no hay carreteras, ni poblaciones. Un poco más al norte está el Parque Nacional Torres del Paine –al que tampoco se accede por vías habituales– y, más allá, los campos de hielo agrestes e impracticables que aíslan la Patagonia chilena del resto del país.
Al oeste, una miríada de islas diminutas transforma el Pacífico Sur en un rompecabezas. Al este se abre el seno –no siempre navegable debido a los famosos vientos de la zona– y por fin Puerto Natales, con sus agradables restaurantes y comercios turísticos.
Sebastián García Iglesias, de 26 años, ingeniero agrónomo de profesión y gaucho de corazón, atesora el buen sentido de quien se ha criado entre animales grandes. Su legendario tío abuelo, Arturo Iglesias (a quien dicen que se parece hasta el punto de dar miedo) nació en Puerto Natales en 1919. La familia Iglesias fue una de las primeras que en 1908 se establecieron en esta región, donde abrieron un almacén para abastecer a los colonos.
Poco después fundaron la estancia Mercedes en un terreno pintoresco entre el mar y las montañas. Más tarde, en 1960, Arturo adquirió la estancia Ana María, un rancho al que solo se llega en bote, o a caballo, siempre y cuando se esté dispuesto a cabalgar diez horas por una zona pantanosa en la que las monturas se hunden continuamente hasta la panza. Por si el rancho no fuese lo bastante remoto, Arturo fundó otro asentamiento en Sutherland, una zona casi inaccesible dentro de los límites de la estancia Ana María.
En un momento dado hubo en Sutherland una casita habitada por un peón del rancho, su esposa y sus dos hijos, pero la mujer, enloquecida quizá por el aislamiento, se fugó con un marinero, y con el tiempo el peón y los dos niños reunieron el ganado y regresaron todos a la civilización.
Pero algunas de las cabezas de ganado rezagadas que no marcharon con el resto permanecieron en el lugar y se hicieron montaraces. Se reprodujeron y ganaron en tamaño y bravura por pura selección natural. Cada verano Arturo partía desde la estancia Ana María con sus perros y caballos de confianza para reunir las reses.
A veces enviaba las cabezas de ganado cimarrón –los llamados baguales– al mercado de Puerto Natales en bote; otras las arreaba por acantilados vertiginosos, a través de pantanos y rocas resbaladizas, a lomos de su montura, con una recua de caballo de carga y toro bagual a la zaga, y un sempiterno pitillo pegado al labio inferior.