Potala…residencia de los Dalái Lamas en el misterioso Tibet

En el cielo de Lhasa, una mole de piedra blanca brilla como un faro que guía a los navegantes hasta el pie de sus escalones. Inicialmente aturdido por el aire tenue de los 3.600 metros de altitud, el visitante acude al palacio de Potala con el respeto reverencial que merece uno de los hitos viajeros más codiciados del mundo.

Llegar a las puertas del Potala, residencia de los dalái lamas en los últimos cuatro siglos, significa penetrar en el misterioso Tíbet. Desde que en la Edad Media Marco Polo hablara de un país de poderosos magos que eran capaces de apartar la lluvia con las manos, el mito se ha ido alimentando con los siglos.

El cierre de fronteras en el siglo XVIII para todos los extranjeros hizo crecer la curiosidad entre los occidentales, que han mostrado un ahínco especial en llegar a Lhasa para descubrir qué había de cierto acerca del país oculto tras las montañas del Himalaya, situado a 4.000 metros de altitud y poblado por monjes que podían levitar o entrar en combustión a voluntad.

Peregrinos procedentes de todas las regiones circunvalan el Potala para cerrar su viaje de postración. Llegan zarandeados por el viento de la altiplanicie. Empuñan sus molinillos de oración y presentan ramilletes de hierbas aromáticas encendidas como acto de respeto. El viajero extranjero, por su parte, penetra en las oscuras capillas y se pierde por el entramado de edificios de más de 400.000 metros cuadrados.

Pero el templo más adorado por los tibetanos, el Jokhang, se encuentra en el cada vez más empequeñecido casco antiguo de Lhasa. Es el templo al que los budistas del Tíbet y Mongolia y muchos otros países desean arribar. Levantado en el siglo VII, se reconoce por los cervatillos dorados que custodian la Rueda de la Ley desde su azotea.

Hay que pasearse por sus capillas en silencio y resistiendo el aire casi inflamado por los miles de velitas que queman en el interior. Desde el tejado se obtiene una visión privilegiada del Potala