El agua, dulce primero y salada después, es la protagonista del viaje desde la ciudad de Quebec hasta la península de la Gaspésie, en la costa oriental canadiense. Su importancia es evidente antes incluso de aterrizar en el aeropuerto de Montreal, cuando se ve la larga línea azul del río San Lorenzo (Saint-Laurent o Saint Lawrence) que, rodeado de bosques inmensos, recorre tres mil kilómetros desde su nacimiento en el lago Ontario hasta el océano Atlántico. Puerta de entrada para la exploración francesa del continente y base del comercio en la provincia durante siglos, sus orillas concentraron los asentamientos más importantes de colonos europeos: Montreal y Quebec, separadas por apenas 250 kilómetros.
Fundada en 1608 por el comandante francés Samuel de Champlain, Quebec es una de las ciudades norteamericanas con un aire más europeo. Esto se descubre en el casco antiguo, asentado a orillas del río, en la muralla del siglo XVIII declarada Patrimonio de la Humanidad y en el hotel Château Frontenac, construido por los ferrocarriles canadienses a finales del siglo XIX para promover el turismo ferroviario de lujo de costa a costa.
Lo más extraordinario de Quebec no son tanto sus animados y cosmopolitas barrios como su entorno natural. A lado y lado del río San Lorenzo se extienden masas de bosques que parecen no tener fin, especialmente en la ribera norte, donde se suceden los parques nacionales de Mont-Tremblant, en la cordillera de los Laurentides, La Mauricie y Jacques Cartier. Este último, a solo cien kilómetros de Quebec, lleva el nombre del marino que tomó posesión del territorio en 1534 para el rey de Francia. El Jacques Cartier ofrece el primer contacto con los bosques quebequeses a través de multitud de actividades, desde itinerarios senderistas y avistamiento de aves –hay 130 especies identificadas–, hasta paseos en rabaska, la canoa tradicional de los nativos de la región.