Entre abril y julio de 1994, Ruanda, una excolonia belga, se precipitó en un baño de sangre y de machetes. En apenas cien días, 800.000 personas, la mayoría de etnia tutsi, fueron asesinadas por el régimen dictatorial hutu, armado y asesorado por el Estado francés. Ahora, veinte años después, la justicia francesa va a juzgar a Pascal Simbikangwa, exjefe de los servicios secretos hutus, por complicidad en genocidio y crímenes contra la humanidad. La vista, que se ha abierto este martes en París, analiza una de las páginas más negras de la historia francesa y africana.
Simbikangwa, de 54 años, es según la acusación particular “un reputado torturador”, aunque se quedó parapléjico por un accidente de coche sufrido en 1986. El acusado comparece ante tres jueces y seis jurados franceses porque París se negó a extraditarlo a Kigali tras detenerlo en 2008 en Mayotte, una provincia gala del Océano Índico, por tráfico de documentos falsos. Ruanda lo acusó de genocidio y reclamó su derecho a juzgarlo, pero París impuso su criterio y decidió procesarlo en casa, a 6.000 kilómetros de donde se cometieron los crímenes.
Según la fiscalía de la Sala para los Crímenes de Guerra, que funciona desde 2012, Pascal Simbikangwa distribuyó armas a los milicianos hutus y supervisó los controles fronterizos donde los rebeldes tutsis del Frente Patriótico Ruandés (FPR) que trataban de derrocar al Gobierno hutu eran interceptados y asesinados con machetes y mazas. Tras el genocidio, los responsables de las matanzas huyeron a Zaire (hoy República Democrática del Congo) junto a millones de civiles, mientras los rebeldes tutsis se hacían finalmente con el poder.
El juicio se anuncia desigual y la impresión es que Simbikangwa, tiene escasas posibilidades de salir absuelto. Las cinco ONGs que se personan como parte civil y el abogado de oficio del acusado coinciden en subrayar que es muy difícil y costoso hacer llegar a los testigos necesarios desde Ruanda. El defensor, Fabrice Epstein, ha puesto en duda la credibilidad de los testigos de la acusación y sostiene que la fiscalía cuenta con el apoyo de Kigali y con recursos económicos que su defendido, “que se encuentra totalmente aislado en Francia”, no tiene. La fiscalía admite que no conoce los nombres de las víctimas directas del imputado, porque “cuando hay cientos de víctimas, la víctima individual desaparece”.
Los gendarmes de la Sala de Crímenes de Guerra han realizado varias comisiones rogatorias en Ruanda y han trazado el perfil del acusado: inteligente, meticuloso, impulsivo y traumatizado por el accidente de coche, Simbikangwa comenzó su carrera en la gendarmería ruandesa y luego se alistó en los gorros rojos, la sangrienta guardia presidencial, antes de convertirse en uno de los jefes de los servicios secretos hutus y en miembro del clan Akazu, el restringido círculo de personalidades ligadas al presidente Juvénal Habyarimana.
El juicio es además un espejo de las tensas relaciones que mantienen Francia y Ruanda. Durante 20 años, París ha sido acusada por Kigali de conceder un exilio dorado a los autores del genocidio, y el presidente tutsi Paul Kagame ha acusado a París de ser cómplice de las matanzas y de favorecer la huida a Zaire de los criminales al montar la operación militar-humanitaria Turquesa. Francia lo niega.
En 2006, Ruanda rompió las relaciones diplomáticas cuando París acusó a Kagame y otros mandatarios de estar detrás del atentado mortal contra el avión del presidente Habyamirana que desencadenó el genocidio. En 2008, Kigali acusó a Francia de estar implicada en las matanzas y emitió una orden de arresto contra el exministro de Exteriores Alain Juppé y otros políticos galos. Las relaciones se reanudaron en 2010, tras un viaje de Nicolas Sarkozy en el que este reconoció “graves errores de apreciación” y “una cierta forma de ceguera” sin presentar las excusas que Kigali esperaba. Y la desconfianza mutua sigue reinando, aunque el juicio al torturador parapléjico podría cambiar las cosas.