Desde la segunda mitad del siglo XX, cuando viajeros y escritores como Lawrence Durrell y Henry Miller inmortalizaron la vida sosegada de las Cícladas y sus bellos paisajes volcánicos, millones de turistas han visitado este archipiélago griego del corazón del mar Egeo. De la veintena de islas habitadas que lo forman, sin duda las más emblemáticas son Santorini y Mikonos, soleadas, rocosas y punteadas por blanquísimas construcciones.
Empezamos el viaje en Santorini, en el sur de las Cícladas. Por muchas imágenes que se hayan visto de ella, es imposible no quedarse embelesado al entrar en barco a la bahía que preside Firá, su capital, cuyas casas se asoman a acantilados de 300 metros que caen en picado sobre el mar. La magnífica caldera ovalada es, en realidad, un cráter que se inundó en el segundo milenio A.C.
La isla florecía entonces como una colonia minoica –quedan restos en el yacimiento de Akrotiri–, cuando una violenta erupción sacudió el Mediterráneo y devastó Santorini y los asentamientos que la ocupaban. Aunque la actividad volcánica no cesó, continuó siendo invadida por espartanos, bizantinos y venecianos; fueron éstos los que la llamaron Santa Irene, origen de su actual nombre.
Solo un par de carreteras permiten subir en coche a lo alto de la isla, donde se asientan Firá (antes Thira) y Oía, otro pueblo colgado de un acantilado. El modo tradicional de ascender hasta ellos es a pie o a lomos de burro por caminos estrechos con cientos de peldaños. Firá cuenta además con un teleférico que permite ahorrarse el esfuerzo y después perderse por callejones sinuosos con rincones y cafés encantadores.