
Los hombres se reúnen al alba junto a la torre de piedra, empuñando los cuchillos con manos encallecidas. Tras una noche de nevadas –las primeras de la temporada en Svaneti, una región situada en las alturas de la cordillera del Cáucaso georgiano– el día amanece claro y gélido como el hielo. De pronto, por encima de la aldea de Cholashi, allende las torres de más de 20 metros que dibujan su perfil ancestral, se ve el círculo de picos de 4.500 metros que durante siglos ha aislado del resto del mundo una de las últimas culturas medievales.
Se hace el silencio cuando Zviad Jachvliani, un fornido exboxeador, conduce a los hombres –y a un toro recalcitrante– hasta un patio desde el que se domina el valle salpicado de nieve. Hoy se celebra el ormotsi, los 40 días desde el fallecimiento de un ser querido, en este caso la abuela de Jachvliani.
Los hombres saben qué hacer, puesto que las tradiciones svan –sacrificios de animales, corte ritual de la barba, reyertas familiares– se observan en este confín remoto del mundo desde hace más de mil años. «Las cosas están cambiando en Svaneti –dice Jachvliani, de 31 años y padre por partida triple–, pero nuestras tradiciones resistirán. Las llevamos en los genes.»
En el patio sitúa el toro mirando hacia el este, por donde el sol ya se ha elevado sobre la corona serrada del monte Tetnuldi, cerca de la frontera rusa. Mucho antes de su cristianización en el primer milenio, los svan adoraban al sol, cuya fuerza espiritual –el fuego– sigue protagonizando los rituales de la zona.
Cuando los hombres con cuchillos se reúnen ante él, Jachvliani vierte al suelo un chorrito de destilado casero, a modo de ofrenda a su abuela. Su anciano tío salmodia una bendición. Y entonces su primo, amparando del viento la llama de una vela, prende el pelo del toro en cuatro puntos: la testuz, el final de la columna y los dos brazuelos. Es la señal de la cruz, marcada en fuego.
Después de la bendición, los hombres enlazan una de las patas del astado e, inspirando al unísono, cuelgan a la bestia mugiente de la rama de un manzano. Jachvliani lo agarra por los cuernos mientras otro vecino desenvaina una daga afilada, se arrodilla junto al toro y, casi con ternura, le palpa el cuello en busca de la arteria.
A lo largo del curso de la historia han sido muchos los imperios poderosos –árabes, mongoles, persas, otomanos– que enviaron sus huestes despiadadas a través de Georgia, la frontera entre Europa y Asia. Pero el país de los svan, una franja de tierra escondida entre los desfiladeros del Cáucaso, resistió invicta hasta que se impusieron los rusos a mediados del siglo XIX. El aislamiento de Svaneti ha dado forma a su identidad, y a su valor histórico.
En épocas de zozobra, los georgianos de las tierras bajas enviaban los iconos, las joyas y los manuscritos a las torres e iglesias de las montañas para su salvaguarda, convirtiendo Svaneti en custodio de la cultura georgiana ancestral. Los svan se tomaron muy en serio su papel de protectores; un ladrón de iconos podía acabar desterrado o, peor todavía, maldecido por una deidad