Toy Story…revoluciono el entretenimiento cumple 20 años

«Woody es un imbécil», le dijo el jefe de Disney al creador de la película, al que despidieron. Hoy, el denostado es el director de la empresa.

La primera vez que el creador de Toy Story presentó el proyecto a sus jefes de Disney le echaron a patadas del despacho. La segunda ocasión, no recibió mejor suerte. “Woody es un imbécil”, le bramaron, refiriéndose al muñeco vaquero que hoy todos amamos, y le dieron con la puerta en las narices.

Esta es la historia de la película que revolucionó la forma de entender el entretenimiento, una obra maestra de la que ahora disfrutamos de milagro, solo por el empeño de un tipo orondo y bonachón que siempre viste camisas estampadas y que se pasea (ahora sí) por los pasillos de su oficina dando unos simpáticos pasos de baile. Su nombre: John Lasseter. Su logro: conseguir sentar en las butacas a adultos y niños, y todos disfrutando de un espectáculo colosal llamado Toy Story. Su estreno en Estados Unidos (en España fue en marzo de 1996) fue el 22 de noviembre de 1995, justo ahora 20 años.

Recientemente, alguien que conoce bien la historia, el crítico de The Telegraph, Robbie Collin, definió a la perfección lo que ocurrió con John Lasseter: «Primero le ignoraron, luego se rieron de él, después lucharon contra él y finalmente él ganó». Le faltó añadir: “Y todo con una sonrisa”. Pero pongamos las cosas en perspectiva. Cuando nosotros nacimos, ya se había inventado el cine sonoro, el cine en color y el cine animado.

La única revolución cinematográfica real que hemos vivido es la que supuso Toy Story hace 20 años, la primera película íntegramente generada por ordenador. Aparte de motivar avances visuales que han influido y beneficiado al cine de imagen real, Toy Story planteó un paradigma que hoy en día sigue siendo extraordinariamente rentable.

Justo cuando la fórmula de Disney (inspirada en los musicales clásicos de Broadway) empezaba a agotarse con el relativo fracaso de Pocahontas (1995), Pixar logró algo que a Disney siempre se le resistió: conectar con el público adolescente. Pero como todos los revolucionarios, los artistas de Pixar fueron recibidos con malicia y temor por parte de Disney.

En plena crisis creativa y económica de Disney (sobre 1982) John Lasseter (Hollywood, 58 años) tuvo la osadía de presentar un proyecto que adaptaba el cuento La tostadora valiente, de Thomas M Disch, y que sería animado íntegramente por ordenador.

No es de extrañar que su premisa atrayese a Lasseter: narra la historia existencialista de unos utensilios de cocina que se embarcaban en una aventura para buscar a su creador. Ahí estaba el embrión de Toy Story. La desfachatez digital de Lasseter fue castigada con un despido fulminante.

Fue salir por la puerta de Disney y ponerse a trabajar para Lucasfilm, la productora de George Lucas. Allí, Lasseter creó el primer personaje de la historia del cine animado por ordenador, un caballero medieval en la película El secreo de la pirámide (Barry Levinson, 1985). La tostadora valiente, por cierto, fue adaptada en 1987 con un presupuesto minúsculo y un tono muy ligero en animación tradicional y distribuida directamente en vídeo por Disney.

Justo a finales de los 80, el tiburón de las finanzas Jeffrey Katzenberg se hizo con la dirección de Disney con una mentalidad grandilocuente y una visión creativa rupturista: extravagantes espectáculos musicales. La Sirenita, La bella y la bestia y Aladdin fueron fenómenos sociales. Katzenberg se propuso como siguiente paso comprar Pixar, la compañía de animación por ordenador fundada por John Lasseter y Steve Jobs en 1986. Lasseter había dejado su trabajo en Lucasfilm y Jobs había sido despedido de Apple (más tarde, le volverían a admitir con los resultados que todos conocemos).

Katzenberg vio claro que en Pixar y sus revolucionarias tecnológicas estaba el futuro de la animación. Y quería comprarla. Lasseter comenzó las negociaciones con esta premisa: «Puedo volver a Disney a dirigir una película, o puedo quedarme en Pixar y hacer historia”. Pero Pixar necesitaba dinero. Desde su nacimiento solo había realizado cortometrajes y, para afrontar su primer película (Toy Story) necesitaban a un mecenas potente… como lo era Disney.

Las negociaciones empezaron en 1991 y fueron salvajes. Ellos necesitaban el dinero y la maquinaria promocional de Disney para hacer su película, pero no iban a dejarse humillar. Jeffrey Katzenberg tenía fama de tirano, que él mismo reconocía como cierta. «Pero siempre tengo razón», aclaraba. Su verdadero objetivo era apropiarse de la tecnología de Pixar para hacer sus propias películas por ordenador sin ellos, pero Steve Jobs nunca se lo permitió. A cambio, Jobs sí cedió los derechos de los personajes (y se hace mucho dinero con la venta de muñecos y merchandising).

El concepto de Toy Story estuvo claro desde el principio del proyecto: el instinto de los juguetes se moldeaba por su imperioso deseo de ser jugados, lo cual motivaba sus esperanzas, sus miedos y sus acciones. El vaquero Woody era el villano, pero el jefe, Jeffrey Katzenberg, propuso hacer una «película de colegas» en la línea de Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969) o Arma Letal (Richard Donner, 1987).

La estructura del guión sería una aventura de rescate de ida y vuelta al hogar (como sucede en todas las películas de Pixar posteriores, excepto Wall-e), y el conflicto sería una metáfora de la amenaza del nuevo Hollywood (Buzz Lightyear/Pixar) ante la vieja escuela (Woody/Disney). Esta dicotomía quedaría patente en la elección inicial de sus dobladores, un recién llegado Jim Carrey y una leyenda del cine clásico, Paul Newman. Pero ambos fueron descartados por Steve Jobs para así reducir costes.

John Lasseter recuerda la creación de Toy Story con esa nostalgia engañosa que crea el paso del tiempo y que además forja el mito de compañía feliz. «Estábamos en San Francisco, trabajando a ratos, alejados de Hollywood. De vez en cuando íbamos y los ejecutivos nos daban indicaciones, pero nadie nos prestaba demasiada atención». Demasiado bonito para ser verdad.

Lo cierto es que Jeffrey Katzenberg descartaba casi todas las ideas que Lasseter le proponía, pidiéndole una historia punzante y mordaz. La proyección para ejecutivos del primer pase es recordada en Pixar como el «viernes negro», pues Disney quedó tan horrorizada que canceló la producción de Toy Story inmediatamente. «Woody es un imbécil», se quejó Katzenberg, interrumpido por su propio equipo: «El problema es que les has pedido tantos cambios que ya no es su película»

John Lasseter suplicó a Disney dos semanas de margen para reescribir el guión (financiadas por Steve Jobs de su propio bolsillo), durante las cuales el director Joss Whedon (Buffy Cazavampiros, Los Vengadores) se encerró con Lasseter y Pete Docter (posteriormente director de Monstruos SA, Up y Del revés) en una habitación sin ventanas. Whedon reescribió diálogos para añadir simpatía, introdujo al Tiranosaurio miedoso y también a la pastora Bo Beep para darle el gancho romántico

Joss Whedon recuerda horrorizado la propuesta de Disney de hacer la película musical: «Toy Story habría sido un musical terrible. Es una historia sobre personajes que no reconocen sus deseos, así que mucho menos se van a poner a cantar sobre ellos. Woody es cínico y egoísta, y no se conoce a sí mismo». La insistencia de Disney les llevó a aceptar tres canciones, aunque ninguna de ellas sería cantada por los personajes.

La problemática producción de Toy Story se finalizó sin el apoyo moral (sí el financiero) de Disney y con sólo 110 animadores (en perspectiva, El rey león tuvo 800). La ajustadísima duración de Toy Story (77 minutos) deja muy claro que es una película terminada por los pelos. De hecho, la nueva personalidad de Woody tuvo que ser doblada a toda velocidad porque Tom Hanks no quería sufrir los extremismos emocionales de doblar un juguete mientras rodaba Philadelphia.

Todo este escepticismo desapareció en cuanto la vieron. Tan sólo un día después de su estreno el asesor de márketing Al Ries reflexionaba: «Casi todos los juguetes son originales, pero a la vez reconocibles por cualquiera que haya tenido infancia. Es imposible que un niño se pase hora y media viendo sus aventuras y no quiera pedirlos todos por Navidad».

Toy Story fue la película más taquillera de 1995 y la tercera de animación más taquillera de la historia hasta el momento, tras El rey león y Aladdin. Nadie se lo podía esperar. En Pixar ya se habían resignado al fracaso de una película que ellos mismos consideraban caótica y esperaban que al menos sus avances tecnológicos sí fueran reconocidos.

Un Oscar especial para John Lasseter y una nominación a Mejor Guión (la primera de la historia para una película de animación) coronaron un triunfo que Steve Jobs, más listo que nadie, ya había anticipado. Cuando un amigo suyo crítico de cine le comentó que había leído el guión final y que era brillante, Steve Jobs se autonombró presidente ejecutivo de Pixar. Seis días después del estreno de Toy Story, Jobs sacó Pixar a cotizar en bolsa, con resultados evidentemente millonarios. Pixar era el futuro y todo el mundo quería un pedazo de él.

Y el futuro de John Lasseter era un glorioso reequilibrio del karma. De 1991 a 2005 la sociedad Disney/Pixar continuó, pero cada empresa funcionaba con cierta autonomía. Pero en 2006 Disney absorbió definitivamente Pixar, aunque pareciera al revés, porque Lasseter fue nombrado presidente de la división de animación. El genio loco y bonachón de camisas llamativas había triunfado. Lo primero que hizo fue cancelar el proyecto de Toy Story 3 directa a dvd que Disney estaba desarrollando sin Pixar y empezar de cero con su equipo de confianza. Después, volvió a contrar a John Musker y Ron Clements (directores de La sirenita y Aladdin, despedidos tras el fracaso de El planeta del tesoro en 2002) para recuperar la esencia de Disney: los cuentos de hadas.

Tiana y el sapo (Musker y Clements, 2009), Enredados (Howard y Greno, 2010) y sobre todo Frozen (Buck y Lee, 2013) responden a una actitud idealista por parte de John Lasseter. «Dicen que el público se ha vuelto cínico, pero es Hollywood el que ha dejado de hacer historias soñadoras: el público sigue queriendo verlas», ha comentado Lasseter. El fenómeno de Frozen (la película de animación más taquillera de la historia) le da la razón. Nunca quien rió el último ha reído mejor. Lasseter se pasea ahora por los pasillos de esa empresa que le despidió con una extravagancia que recuerda a ese Quijote con el que ahora los eruditos comparan la fábula de Toy Story.

La admiración que Lasseter despierta entre sus trabajadores roza el culto, a pesar de ser un bonachón de mejillas casi fucsias y que en cuanto escuchó Let it go (la ya mítica canción de Frozen) se puso a bailar y a gesticular la construcción de un palacio de hielo con tanta pasión que los directores copiaron todos sus movimientos para la escena que hoy vemos en la película. Ese sin duda delirante vídeo de Lasseter danzando es un privilegio reservado a los animadores de Disney, que disfrutan de él en pantallas distribuidas por la empresa. Motivación corporativa en forma de performance.

La mansión en la que John Lasseter vive con su mujer Nancy (en Glen Ellen, California), con quien lleva 40 años de relación y casi se ha mimetizado físicamente, se parece a la que se construiría un chaval si le dieras carta blanca para imaginar. Tiene una locomotora antigua (propiedad de un mítico artista de Disney, Ollie Johnston, director de Pinocho) que se mueve por raíles que rodean la propiedad e incluso la atraviesan, cuenta con una piscina que lleva a un riachuelo natural que se introduce en una cueva, y para acceder a la librería hay que girar una estantería secreta. Sus cinco hijos (de entre 18 y 36 años) no deben aburrirse nunca.

Pero, ¿cuál es el secreto para que Toy Story emocione a todo el que la ve? Como han hecho después todas las obras de Pixar, Toy Story evoca una sensación reconocible por cualquier ser humano del planeta Tierra. En este caso, la fantasía de nuestros juguetes viviendo aventuras, basándose en el sencillo precepto de que, independientemente de nuestro entorno, todos hemos sido niños y todos dimos nuestros primeros pasos sociales contándole nuestra vida a los juguetes e incluso queriéndolos.

Pixar tiene un talento único para empatizar con el público, sintiendo compasión por él y construyendo nostalgia con diferentes formas, pero siempre universalmente identificables. Toy Story recurría al infalible «mundos opuestos obligados a co-existir», el aciago «el tío nuevo de la oficina es un flipado» y el descorazonador «resulta que la vida no es lo que me habían contado».

Todo envuelto en el enredo, la comedia física, la aventura grandilocuente y ese sentido de la maravilla, ese asombro ingenuo que en el fondo no se puede racionalizar, pero que todos entendemos cuando hablamos de Toy Story aunque nos falten las palabras exactas. Un sentimiento que viaja directamente desde la melancolía de los cineastas hasta las emociones que el espectador creía tener enterradas.

Una pasión y una visión que más allá de la tenacidad de Lasseter, radican en un incomparable talento para saber exactamente qué es lo que quiere el público incluso antes de el propio público sepa que lo quiere. Como George Lucas y Steven Spielberg, John Lasseter supo entender que el éxito es fácil de conseguir, pero la verdadera trascendencia llega cuando sabes llevar al espectador a un lugar en el que no ha estado antes. Y basta con recordar qué sentimos la primera vez que vimos Toy Story para entender la histórica dimensión de su legado.