Peregrinación a la Peña de Bernal…tradición Otomí-Chichimeca

Dolores es danzante indígena del pueblo de San Antonio de la Cal, en el municipio de Tolimán, Querétaro. Cuenta que en la cima de la Peña de Bernal los antiguos chichimecas veneraban una cruz prehispánica labrada en piedra con un círculo en su centro, delimitado por pétalos de flor, hasta que los españoles conquistaron esas tierras desérticas y en su lugar colocaron la cruz que traían del viejo continente.

El símbolo fue cambiado pero el significado no. Hasta la fecha, cada 4 de mayo, los otomí-chichimecas regresan en procesión hasta la cima del peñasco, a casi 300 metros de altura, cargando la cruz cristiana de madera, de 85 kilos. Caminan una pendiente que en los últimos 45 metros es vertical, para colocar la reliquia en el “cerro sagrado”, junto al único pedazo que quedó de la cruz prehispánica, porque, asegura Dolores, las dos son la misma.

La peregrinación en ascenso a la Peña de Bernal es el clímax de una fiesta indígena que inicia cuando los fieles bajan de la cima a la misma cruz de madera y la llevan al pueblo de Bernal, en el municipio de Ezequiel Montes, donde es adorada en la fiesta de la Santa Cruz por cientos de peregrinos procedentes de diversos municipios de Querétaro, principalmente del valle de Tolimán, que incansables, danzan, cantan, rezan y lanzan cohetes al cielo.

La adoración a la Santa Cruz es una de las festividades comunitarias más importante de las muchas que constituyen todo un calendario de celebraciones llevadas a cabo en el año por los otomí-chichimecas, en la región sur del semidesierto de Querétaro, que comprende los municipios de Tolimán, Cadereyta de Montes, Colón y Ezequiel Montes. Dichas expresiones fueron inscritas en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la UNESCO como: Lugares de Memoria y Tradiciones Vivas de los Pueblos Otomí-Chichimecas de Tolimán. La Peña de Bernal Guardián de un Territorio Sagrado, el 30 de septiembre de 2009. Es decir, son patrimonio mundial.

Una hilera de 50 hombres eleva la cruz de mano en mano: son los escaloneros. Permanecen parados, con los pies bien puestos sobre el peñasco, en los pequeños y escasos huecos que tiene la piel lisa de la roca volcánica. Cargan con la fuerza de sus muñecas años de historia, toda su fe; las llevan consigo rumbo al cielo, a lo alto del cerro. La cruz tan sólo les pesa 85 kilos, nada comparado con la consistencia de la identidad. Este día, 4 de mayo, la cargan 50 pares de manos que arriba del tercer monolito más grande del mundo son todo el pueblo hñähñu chichimeca.

El peñasco es un templo. El valle de Tolimán, que se aprecia completo desde la altura del último descanso del ascenso, a donde ya llegaron los peregrinos y la banda de música vestida de morado que subió completa, con la tuba y los tambores, es un enorme espacio sagrado por donde confluyen distintos caminos de peregrinos que conducen a dos cerros: el Frontón y el Zamorano, y a la Peña de Bernal, un triángulo simbólico dentro del cual los otomí-chichimecas viven, siembran, rezan y salen en procesión.

“Bueno, hay que comenzar a tocar, a eso venimos, a alegrar la fiesta”, dice uno de los músicos y comienza a sonar su trompeta: Dios reina en el cielo distrae el temor de una caída mientras el ascenso continúa. De los brazos de la cruz aún cuelga la vestimenta que doña Timotea, la mayora del pueblo, confeccionó en una tela azul celeste; hasta hace unos momentos, en el centro de la cruz estaba el rostro de Cristo pero éste fue retirado en el descanso, antes de comenzar la elevación del último tramo.

A la cruz también se le quitó una corona de flores de papel que la adornaba y los milagritos que le prendieron los fieles a sus vestiduras, allá abajo, en la capilla y en la casa de doña Tomasa, donde pasó casi dos días entre rosarios y cantos, perfumada de copal. En la cima será desvestida completamente; en lugar de la tela que la cubre se le colocarán a los lados de sus brazos, haciendo triángulo con la base, dos bastones hechos con vara prieta, cucharillas de sotol y flores.

El viento pega con fuerza, empuja las espaldas, levanta una tierra blanca, gruesa, que se anida en los cabellos de los peregrinos; cuando la cruz ya no se ve desde el descanso un olor a pólvora se diluye en la nariz. El estruendo de las ofrendas, entregadas el día anterior en el altar del templo de la Santa Cruz del pueblo de Bernal por cientos de alberos: hombres, mujeres, niños y ancianos que llegaban de distintas rancherías a postrarse ante la Santa Cruz con ramos de cohetes en las manos, hace eco en todo el pueblo de Bernal.

El 3 de mayo fue el día más importante: durante toda la mañana llegaron cientos de peregrinos con las cruces de rancherías, capillas, obras en construcción, pueblos y comunidades aledañas. La mayoría caminando, cargando cohetes y flores. Por la tarde salió la Santa Cruz de la casa de doña Tomasa, donde había estado desde el jueves 1 de mayo que la bajaron de la peña y, en procesión por las calles empinadas de Bernal, llegó a la capilla. En el camino se encontraba con las cruces de los peregrinos, entonces el Tenanche las sahumeaba con copal a los cuatro puntos cardinales.

El Tenanche (segundo del mayordomo) de la fiesta de la Santa Cruz de Bernal se llama José Vega, dice que la reliquia ha estado en la peña “desde antes de los abuelos de sus abuelos”, aunque se sabe que originalmente era de piedra “pero de esa ya sólo queda un pedacito, la que traemos al pueblo es la de madera. Cuando regresamos la reliquia a su lugar, hacemos un ritual para las dos cruces, allá arriba, en lo alto del cerro”.

Catarino López es trabajador de la construcción y fue el escalonero mayor por 25 años. Dice que dirigir a quienes suben la cruz es un honor y una bendición. Apenas entregó el cargo a Armando Martínez, no porque le de miedo subir a la peña, sino porque se enfermó.

Toda la mañana del 4 de mayo, los escaloneros preparan los bastones de la Santa Cruz: alisan 18 varas, muy delgadas, sacadas de una planta llamada “vara prieta”, y las cortan en tres tamaños: cuatro cuartas, tres cuartas y dos cuartas de dedo. Sólo dos serán para la Santa Cruz de la peña, el resto se colocarán en otras cruces chicas, en capillas y en la puerta del panteón del pueblo que adornarán al día siguiente.

De las pencas del sotol arrancan las cucharillas, una especie de hoja color blanco gruesa y dura, de forma más o menos oval. Para hacer flexibles las cucharillas, les quitan una membrana gruesa que las cubre y luego las cortan de las puntas haciendo tiras. Las cucharillas de sotol se amarran, una por una, a todo lo largo de la vara, formando algo parecido a flores. Crisantemos amarillos y claveles rojos son colocados en la punta de los bastones, con ramas de hinojo, de dulce olor parecido al anís. Mientras Armando amarra con hilo blanco los sotoles a la vara piensa en el momento en que subirá a la peña, tampoco le da miedo, pero parece que en cada amarre del sotol quisiera fijar su vida a la vara.

Los bastones se presentaron en el interior del templo momentos antes de sacar la Santa Cruz de la capilla para llevarla a la peña. Afuera el sonido chirriante de las cuerdas de un violín conversaba con el estruendo de los tambores prehispánicos evocando la conquista: a un lado del atrio, niños y jóvenes vestidos de soldados y apaches ofrendaban danzas. “Desde niños porque es la forma de empezar a transmitir la tradición, de involucrar a toda la comunidad”, afirma Rosalío, músico otomí-chichimeca de La Cañada, quien toca el violín tradicional y es compositor de la región del semidesierto.

También antes de regresar la cruz a la peña la comunidad compartió alimentos. Al centro del patio donde los escaloneros hicieron los bastones, sobre el suelo se extendió una tela blanca, muy angosta y larga, y encima de ella, flores, decenas de platos desechables con guisos tradicionales como mole de olla o garbanzos fueron colocadas junto a tortillas verdes y rosadas.

La fiesta de la Santa Cruz de Bernal da identidad al pueblo que la practica y es un factor de cohesión social. Hay constancias de que se ha repetido de generación en generación desde tiempos inmemoriales y los otomí-chichimecas reconocen que es parte de su patrimonio, por eso la UNESCO lo reconoce como patrimonio inmaterial de la humanidad. El Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) colabora para su preservación y difusión.

Los otomí-chichimecas no saben con certeza cuándo comenzó la veneración a la Santa Cruz de la peña, pero de lo que sí están seguros es que antes de la cristiana hubo otra de piedra. Hoy para ellos las dos cruces son la misma, la que los abuelos de los abuelos enseñaron a adorar, guardiana de un territorio sagrado.