Era, muy probablemente, un día de primavera, de cielo despejado y sol benévolo, cuando El Greco llegó a Toledo. O quizá los primeros calores del verano se habían apoderado ya de la ciudad, fría y desapacible en invierno, sometida a vientos helados y húmedos que la alcanzan desde las aguas del Tajo, dispuesta como está sobre un promontorio aislado de la meseta por el curso casi circular del río.
Poco o casi nada de la vida del pintor se sabe con certeza, pero según todos los indicios fue un día de primavera de 1577 cuando El Greco, procedente de Madrid, contempló por primera vez un Toledo adusto, hermético, de calles estrechas, laberínticas y sombrías, y muros de piedra rezumantes de historia.
Un espacio urbano totalmente ajeno a la frágil delicadeza de Venecia o al esplendor de la Roma papal, donde había residido durante tantos años. El único nexo de unión entre las tres ciudades y su tierra de origen era el sol generoso común a todo el Mediterráneo, una luz que recorta las sombras sin piedad. Y también el ser objeto de un mismo afán de inmortalidad entre los grandes del mundo, fueran papas, príncipes, reyes, canónigos, deanes o comerciantes enriquecidos.
Aquella ambición de eternidad había hecho de Toledo la más poderosa sede eclesiástica del reino, mimada a su vez por reyes y nobles, dotada de una catedral soberbia y de decenas de conventos, parroquias y grandes obras civiles. Tenía todos los títulos para ser favorecida.
Los visigodos habían convertido la antigua y próspera Toletum romana no solo en capital del reino hispanogodo sino de la misma Iglesia, circunstancia que la marcó a fuego hacia 570 d.C. La tomaron luego los árabes y la sometieron, como a casi toda la Península, al dominio musulmán, y en el año 1085 Alfonso VI de León y Castilla, mediante una hábil negociación con el rey de la taifa que la gobernaba, la rescató para la cristiandad, protegiendo a las importantes minorías allí establecidas: mozárabes, musulmanes y judíos.